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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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errancias le volvía la esperanza de que me hubiera acordado. Una noche se<br />

presentó en mi cubículo del periódico, por la época en que yo andaba<br />

escudriñando el pasado de la familia <strong>para</strong> una primera novela que no terminé, y<br />

me propuso que hiciéramos juntos una investigación del atentado. Nunca se<br />

rindió. La última vez que lo vi en Cartagena de Indias, ya viejo y con el corazón<br />

agrietado, se despidió de mí con una sonrisa triste:<br />

—No sé cómo has podido ser escritor con tan mala memoria.<br />

Cuando no hubo nada más que hacer en Aracataca, mi padre nos llevó a vivir<br />

en Barranquilla una vez más, <strong>para</strong> instalar otra farmacia sin un centavo de<br />

capital, pero con un buen crédito de los mayoristas que habían sido socios<br />

suyos en negocios anteriores. No era la quinta botica, <strong>com</strong>o decíamos en<br />

familia, sino la única de siempre que llevábamos de una ciudad a otra según<br />

los pálpitos <strong>com</strong>erciales de papá: dos veces en Barranquilla, dos en Aracataca<br />

y una en Sincé. En todas había tenido beneficios precarios y deudas salvables.<br />

La familia sin abuelos ni tíos ni criados se redujo entonces a los padres y los<br />

hijos, que ya éramos seis —tres varones y tres mujeres— en nueve años de<br />

matrimonio.<br />

Me sentí muy inquieto por esa novedad en mi vida. Había estado en<br />

Barranquilla varias veces <strong>para</strong> visitar a mis padres, de niño y siempre de paso,<br />

y mis recuerdos de entonces son muy fragmentarios. La primera visita fue a los<br />

tres años, cuando me llevaron <strong>para</strong> el nacimiento de mi hermana Margot.<br />

Recuerdo el tufo de fango del puerto al amanecer, el coche de un caballo cuyo<br />

auriga espantaba con su látigo a los maleteros que trataban de subirse en el<br />

pescante en las calles desoladas y polvorientas. Recuerdo las paredes ocres y<br />

las maderas verdes de puertas y ventanas de la casa de maternidad donde<br />

nació la niña, y el fuerte aire de medicina que se respiraba en el cuarto. La<br />

recién nacida estaba en una cama de hierro muy sencilla al fondo de una<br />

habitación desolada, con una mujer que sin duda era mi madre, y de la que<br />

sólo consigo recordar una presencia sin rostro que me tendió una mano<br />

lánguida, y suspiró:<br />

—Ya no te acuerdas de mí.

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