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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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De todos modos me sentía tan inseguro que no me atreví a consultarlo con<br />

ninguno de mis <strong>com</strong>pañeros de mesa. Ni siquiera con Gonzalo Mallarino, mi<br />

condiscípulo de la facultad de derecho, que era el lector único de las prosas<br />

líricas que yo escribía <strong>para</strong> sobrellevar el tedio de las clases. Releí y corregí mi<br />

cuento hasta el cansancio, y por último escribí una nota personal <strong>para</strong> Eduardo<br />

Zalamea —a quien nunca había visto— y de la cual no recuerdo ni una letra.<br />

Puse todo dentro de un sobre y lo llevé en persona a la recepción de El<br />

Espectador. El portero me autorizó a subir al segundo piso <strong>para</strong> que le<br />

entregara la carta al propio Zalamea en cuerpo y alma, pero la sola idea me<br />

<strong>para</strong>lizó. Dejé el sobre en la mesa del portero y me di a la fuga.<br />

Esto había sido un martes y no me inquietaba ningún palpito sobre la suerte de<br />

mi cuento, pero estaba seguro de que en caso de publicarse no sería muy<br />

pronto. Mientras tanto vagué y divagué de café en café durante dos semanas<br />

<strong>para</strong> entretener la ansiedad los sábados en la tarde, hasta el 13 de septiembre,<br />

cuando entré en El Molino y me di de bruces con el título de mi cuento a todo lo<br />

ancho de El Espectador acabado de salir: «La tercera resignación».<br />

Mi primera reacción fue la certidumbre arrasadora de que no tenía los cinco<br />

centavos <strong>para</strong> <strong>com</strong>prar el periódico. Este era el símbolo más explícito de la<br />

pobreza, porque muchas cosas básicas de la vida cotidiana, además del<br />

periódico, costaban cinco centavos: el tranvía, el teléfono público, la taza de<br />

café, el lustre de los zapatos. Me lancé a la calle sin protección contra la<br />

llovizna imperturbable, pero no encontré en los cafés cercanos a ningún<br />

conocido que me diera una moneda de caridad. Tampoco encontré a nadie en<br />

la pensión a la hora muerta del sábado, salvo a la dueña, que era lo mismo que<br />

nadie, porque le estaba debiendo setecientas veinte veces cinco centavos por<br />

dos meses de cama y asistencia. Cuando volví a la calle, dispuesto <strong>para</strong> lo que<br />

fuera, encontré a un hombre de la Divina Providencia que se bajó de un taxi<br />

con El Espectador en la mano, y le pedí de frente que me lo regalara.<br />

Así pude leer mi primer cuento en letras de molde, con una ilustración de<br />

Hernán Merino, el dibujante oficial del periódico. Lo leí escondido en mi cuarto,<br />

con el corazón desaforado y con un solo aliento. En cada línea iba<br />

descubriendo el poder demoledor de la letra impresa, pues lo que había

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