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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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Toqué al portón de la casa, que tenía algo de iglesia, y casi al instante se abrió<br />

un ventanuco por donde asomó una mujer de la que sólo recuerdo el hielo de<br />

sus ojos. Recibió la carta sin decir una palabra y volvió a cerrar. Debían ser las<br />

once de la mañana, y esperé sentado en el quicio hasta las tres de la tarde,<br />

cuando decidí tocar otra vez en busca de una respuesta. La misma mujer volvió<br />

a abrir, me reconoció sorprendida, y me pidió esperar un momento. La<br />

respuesta fue que volviera el martes de la semana siguiente a la misma hora.<br />

Así lo hice, pero la única respuesta fue que no habría ninguna antes de una<br />

semana. Debí volver tres veces más, siempre <strong>para</strong> la misma respuesta, hasta<br />

un mes y medio después, cuando una mujer más áspera que la anterior me<br />

contestó, de parte del señor, que aquélla no era una casa de caridad.<br />

Di vueltas por las calles ardientes tratando de encontrar el coraje <strong>para</strong> llevarle a<br />

mi madre una respuesta que la pusiera a salvo de sus ilusiones. Ya a plena<br />

noche, con el corazón adolorido, me enfrenté a ella con la noticia seca de que<br />

el buen filántropo había muerto desde hacía varios meses. Lo que más me<br />

dolió fue el rosario que rezó mi madre por el eterno descanso de su alma.<br />

Cuatro o cinco años después, cuando escuchamos por radio la noticia<br />

verdadera de que el filántropo había muerto el día anterior, me quedé<br />

petrificado a la espera de la reacción de mi madre. Sin embargo, nunca podré<br />

entender cómo fue que la oyó con una atención conmovida, y suspiró con el<br />

alma:<br />

—¡Dios lo guarde en su Santo Reino!<br />

A una cuadra de la casa nos hicimos amigos de los Mosquera, una familia que<br />

gastaba fortunas en revistas de historietas gráficas, y las apilaba hasta el techo<br />

en un galpón del patio. Nosotros fuimos los únicos privilegiados que pudimos<br />

pasar allí días enteros leyendo Dick Tracy y Buck Rogers. Otro hallazgo<br />

afortunado fue un aprendiz que pintaba anuncios de películas <strong>para</strong> el cercano<br />

cine de las Quintas. Yo lo ayudaba por el simple placer de pintar letras, y él nos<br />

colaba gratis dos y tres veces por semana en las buenas películas de tiros y<br />

trompadas. El único lujo que nos hacía falta era un a<strong>para</strong>to de radio <strong>para</strong><br />

escuchar música a cualquier hora con sólo tocar un botón. Hoy es difícil

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