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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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Al lector implacable, por el contrario no le alcanzaba el tiempo <strong>para</strong> tantos. Lo<br />

que quiero decir y no he dicho es que hubiera dado cualquier cosa por ser él.<br />

El tercer viajero, por supuesto, era Jack el Destripador mi <strong>com</strong>pañero de<br />

cuarto, que hablaba dormido en lengua bárbara durante horas enteras. Sus<br />

parlamentos tenían una condición melódica que le daba un fondo nuevo a mis<br />

lecturas de la madrugada. Me dijo que no era consciente de eso, ni sabía qué<br />

idioma podía ser en el que soñaba, porque de niño se entendió con los<br />

maromeros de su circo en seis dialectos asiáticos, pero los había perdido todos<br />

cuando murió su madre. Sólo le quedó el polaco, que era su lengua original,<br />

pero pudimos establecer que tampoco era ésa la que hablaba dormido. No<br />

recuerdo un ser más adorable mientras aceitaba y probaba el filo de sus<br />

cuchillos siniestros en su lengua rosada.<br />

Su único problema había sido el primer día en el <strong>com</strong>edor cuando les reclamó<br />

a los meseros que no podría sobrevivir al viaje si no le servían cuatro raciones.<br />

El contramaestre le explicó que así sería si las pagaba <strong>com</strong>o un suplemento<br />

con una rebaja especial. El alegó que había viajado por los mares del mundo y<br />

en todos le reconocieron el derecho humano de no dejarlo morir de hambre. El<br />

caso subió hasta el capitán, quien decidió muy a la colombiana que le sirvieran<br />

dos raciones, y que a los meseros se les fuera la mano hasta dos más por<br />

distracción. Él se ayudó además picando con el tenedor los platos de los<br />

<strong>com</strong>pañeros de mesa y de algunos vecinos inapetentes, que gozaban con sus<br />

ocurrencias. Había que estar allí <strong>para</strong> creerlo.<br />

Yo no sabía qué hacer de mi, hasta que en La Gloria se embarcó un grupo de<br />

estudiantes que armaban tríos y cuartetos en las noches, y cantaban hermosas<br />

serenatas con boleros de amor. Cuando descubrí que les sobraba un tiple me<br />

hice cargo de él, ensayé con ellos en las tardes y cantábamos hasta el<br />

amanecer. El tedio de mis horas libres encontró remedio por una razón del<br />

corazón: el que no canta no puede imaginarse lo que es el placer de cantar.<br />

Una noche de gran luna nos despertó un lamento desgarrador que nos llegaba<br />

de la ribera. El capitán Clímaco Conde Abello, uno de los más grandes, dio<br />

orden de buscar con reflectores el origen de aquel llanto, y era una hembra de

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