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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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A mis amigos de la primera época les parecía in<strong>com</strong>prensible que me<br />

empeñara en escribir cuentos, y yo mismo no me lo explicaba en un país donde<br />

el arte mayor era la poesía. Lo supe desde muy niño, por el éxito de Miseria<br />

humana, un poema popular que se vendía en cuadernillos de papel de estraza<br />

o recitado por dos centavos en los mercados y cementerios de los pueblos del<br />

Caribe. La novela, en cambio, era escasa. Desde María, de Jorge Isaacs, se<br />

habían escrito muchas sin mayor resonancia. José María Vargas Vila había<br />

sido un fenómeno insólito con cincuenta y dos novelas directas al corazón de<br />

los pobres. Viajero incansable, su exceso de equipaje eran sus propios libros,<br />

que se exhibían y se agotaban <strong>com</strong>o pan en la puerta de los hoteles de<br />

América Latina y España. Aura o las violetas, su novela estelar, rompió más<br />

corazones que muchas mejores de contemporáneos suyos.<br />

Las únicas que sobrevivieron a su tiempo habían sido El carnero, escrita entre<br />

1600 y 1638 en plena Colonia por el español Juan Rodríguez Freyle, un relato<br />

tan desmesurado y libre de la historia de la Nueva Granada, que terminó por<br />

ser una obra maestra de la ficción; María, de Jorge Isaacs, en 1867; La<br />

vorágine, de José Eustasio Rivera, en 1924; La marquesa de Yolombó, de<br />

Tomás Carrasquilla, en 1926, y Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo<br />

Zalamea, en 1950. Ninguno de ellos había logrado vislumbrar la gloria que<br />

tantos poetas tenían con justicia o sin ella. En cambio, el cuento —con un<br />

antecedente tan insigne <strong>com</strong>o el del mismo Carrasquilla, el escritor grande de<br />

Antioquia— había naufragado en una retórica escarpada y sin alma.<br />

La prueba de que mi vocación era sólo de narrador fue el reguero de versos<br />

que dejé en el liceo, sin firma o con seudónimos, porque nunca tuve la<br />

intención de morirme por ellos. Más aún: cuando publiqué los primeros cuentos<br />

en El Espectador, muchos se disputaban el género, pero sin derechos<br />

suficientes. Hoy pienso que esto podía entenderse porque la vida en Colombia,<br />

desde muchos puntos de vista, seguía en el siglo XIX. Sobre todo en la Bogotá<br />

lúgubre de los años cuarenta, todavía nostálgica de la Colonia, cuando me<br />

matriculé sin vocación ni voluntad en la facultad de derecho de la Universidad<br />

Nacional.

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