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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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de la adolescencia, pero habían irrumpido con tanta fuerza en los suplementos<br />

literarios de la costa que empezaban a ser vistos <strong>com</strong>o una gran promesa<br />

artística.<br />

El capitán de Arena y Cielo se llamaba César Augusto del Valle, de unos<br />

veintidós años, que había llevado su ímpetu renovador no sólo a los temas y<br />

los sentimientos sino también a la ortografía y las leyes gramaticales de sus<br />

poemas. A los puristas les parecía un hereje, a los académicos les parecía un<br />

imbécil y a los clásicos les parecía un energúmeno. La verdad, sin embargo,<br />

era que por encima de su militancia contagiosa —<strong>com</strong>o Neruda— era un<br />

romántico incorregible.<br />

Mi prima Valentina me llevó un domingo a la casa donde César vivía con sus<br />

padres, en el barrio de San Roque, el más parrandero de la ciudad. Era de<br />

huesos firmes, prieto y flaco, de grandes dientes de conejo y el cabello<br />

alborotado de los poetas de su tiempo. Y, sobre todo, parrandero y<br />

desbraguetado. Su casa, de clase media pobre, estaba tapizada de libros sin<br />

espacio <strong>para</strong> uno más. Su padre era un hombre serio y más bien triste, con<br />

aires de funcionario en retiro, y parecía atribulado por la vocación estéril de su<br />

hijo. Su madre me acogió con una cierta lástima <strong>com</strong>o a otro hijo aquejado del<br />

mismo mal que tanto la había hecho llorar por el suyo.<br />

Aquella casa fue <strong>para</strong> mí la revelación de un mundo que quizás intuía a mis<br />

catorce años, pero nunca había imaginado hasta qué punto. Desde aquel<br />

primer día me volví su visitante más asiduo, y le quitaba tanto tiempo al poeta<br />

que todavía hoy no me explico cómo podía soportarme. He llegado a pensar<br />

que me usaba <strong>para</strong> practicar sus teorías literarias, tal vez arbitrarias pero<br />

deslumbrantes, con un interlocutor asombrado pero inofensivo. Me prestaba<br />

libros de poetas que nunca había oído nombrar, y los <strong>com</strong>entaba con él sin una<br />

conciencia mínima de mi audacia. Sobre todo con Neruda, cuyo «Poema<br />

Veinte» aprendí de memoria <strong>para</strong> sacar de sus casillas a alguno de los jesuítas<br />

que no transitaban por esos andurriales de la poesía. Por aquellos días se<br />

alborotó el ambiente cultural de la ciudad con un poema de Meira Delmar a<br />

Cartagena de Indias que saturó todos los medios de la costa. Fue tal la

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