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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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de publicidad que me alcanzaron además <strong>para</strong> mandarle un barco de alivio a la<br />

familia de Cartagena. De modo que una vez más resistí a la tentación de<br />

mudarme a Bogotá.<br />

Álvaro Cepeda, Germán y Alfonso, y la mayoría de los contertulios del Japy y<br />

del café Roma, me hablaron en buenos términos de «La Sierpe» cuando se<br />

publicó en Lám<strong>para</strong> el primer capítulo. Estaban de acuerdo en que la fórmula<br />

directa del reportaje había sido la más adecuada <strong>para</strong> un tema que estaba en<br />

la peligrosa frontera de lo que no podía creerse. Alfonso, con su estilo entre<br />

broma y de veras me dijo entonces algo que no olvidé nunca: «Es que la<br />

credibilidad, mi querido maestro, depende mucho de la cara que uno ponga<br />

<strong>para</strong> contarlo». Estuve a punto de revelarles las propuestas de trabajo de<br />

Álvaro Mutis, pero no me atreví, y hoy sé que fue por el miedo de que me las<br />

aprobaran. Había vuelto a insistir varias veces, incluso después de que me hizo<br />

una reservación en el avión y la cancelé a última hora. Me dio su palabra de<br />

que no estaba haciendo una diligencia de segunda mano <strong>para</strong> El Espectador ni<br />

<strong>para</strong> ningún otro medio escrito o hablado. Su único propósito —insistió hasta el<br />

final— era el deseo de conversar sobre una serie de colaboraciones fijas <strong>para</strong><br />

la revista y examinar algunos detalles técnicos sobre la serie <strong>com</strong>pleta de «La<br />

Sierpe», cuyo segundo capítulo debía salir en el número inminente. Álvaro<br />

Mutis se mostraba seguro de que esa clase de reportajes podían ser un<br />

puntillazo al costumbrismo chato en sus propios terrenos. De todos los motivos<br />

que me había planteado hasta entonces, éste fue el único que me dejó<br />

pensando.<br />

Un martes de lloviznas lúgubres me di cuenta de que no podría irme aunque lo<br />

quisiera porque no tenía más ropa que mis camisas de bailarín. A las seis de la<br />

tarde no encontré a nadie en la librería Mundo y me quedé esperando en la<br />

puerta, con una pelota de lágrimas por el crepúsculo triste que empezaba a<br />

padecer. En la acera opuesta había una vitrina de ropa formal que no había<br />

visto nunca aunque estaba allí desde siempre, y sin pensar en lo que hacía<br />

crucé la calle San Blas bajo las cenizas de la llovizna, y entré con paso firme en<br />

la tienda más cara de la ciudad. Compré un vestido clerical de paño azul de<br />

medianoche, perfecto <strong>para</strong> el espíritu de la Bogotá de aquel tiempo; dos

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