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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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Cielo, y me propuse un cambio de fondo a partir de mi cuento siguiente. La<br />

práctica terminó por convencerme de que los adverbios de modo terminados en<br />

mente son un vicio empobrecedor. Así que empecé a castigarlos donde me<br />

salían al paso, y cada vez me convencía más de que aquella obsesión me<br />

obligaba a encontrar formas más ricas y expresivas. Hace mucho tiempo que<br />

en mis libros no hay ninguno, salvo en alguna cita textual. No sé, por supuesto,<br />

si mis traductores han detectado y contraído también, por razones de su oficio,<br />

esa <strong>para</strong>noia de estilo.<br />

La amistad con Camilo Torres y Villar Borda rebasó muy pronto los límites de<br />

las aulas y la sala de redacción y andábamos más tiempo juntos en la calle que<br />

en la universidad. Ambos hervían a fuego lento en un inconformismo duro por<br />

la situación política y social del país. Embebido en los misterios de la literatura<br />

yo no intentaba siquiera <strong>com</strong>prender sus análisis circulares y sus<br />

premoniciones sombrías, pero las huellas de su amistad prevalecieron entre las<br />

más gratas y útiles de aquellos años.<br />

En las clases de la universidad, en cambio, estaba encallado. Siempre lamenté<br />

mi falta de devoción por los méritos de los maestros de grandes nombres que<br />

soportaban nuestros hastíos. Entre ellos Alfonso López Michelsen, hijo del<br />

único presidente colombiano reelegido en el siglo XX, y creo que de allí venía<br />

la impresión generalizada de que también él estaba predestinado a ser<br />

presidente por nacimiento, <strong>com</strong>o en efecto lo fue. Llegaba a su cátedra de<br />

introducción al derecho con una puntualidad irritante y unas espléndidas<br />

chaquetas de casimir hechas en Londres. Dictaba su clase sin mirar a nadie,<br />

con ese aire celestial de los miopes inteligentes que siempre parecen andar a<br />

través de los sueños ajenos. Sus clases me parecían monólogos de una sola<br />

cuerda <strong>com</strong>o lo era <strong>para</strong> mí cualquier clase que no fuera de poesía, pero el<br />

tedio de su voz tenía la virtud hipnótica de un encantador de serpientes. Su<br />

vasta cultura literaria tenía desde entonces un sustento cierto, y sabía usarla<br />

por escrito y de viva voz, pero sólo empecé a apreciarla cuando volvimos a<br />

conocernos años después y a hacernos amigos ya lejos del sopor de la<br />

cátedra. Su prestigio de político empedernido se nutría de su encanto personal<br />

casi mágico y de una lucidez peligrosa <strong>para</strong> descubrir las segundas intenciones

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