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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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cinco días de Barranquila a Puerto Salgar, de donde se hacía una jornada en<br />

tren hasta Bogotá. En tiempos de sequía, que eran los más entretenidos <strong>para</strong><br />

navegar si no se tenía prisa, podía durar hasta tres semanas.<br />

Los buques tenían nombres fáciles e inmediatos: Atlántico, Medellín, Capitán<br />

de Caro, David Arango. Sus capitanes, <strong>com</strong>o los de Conrad, eran autoritarios y<br />

de buena índole, <strong>com</strong>ían <strong>com</strong>o bárbaros y no sabían dormir solos en sus<br />

camarotes de reyes. Los viajes eran lentos y sorprendentes. Los pasajeros nos<br />

sentábamos en las terrazas todo el día <strong>para</strong> ver los pueblos olvidados, los<br />

caimanes tumbados con las fauces abiertas a la espera de las mariposas<br />

incautas, las bandadas de garzas que alzaban el vuelo por el susto de la estela<br />

del buque, el averío de patos de las ciénagas interiores, los manatíes que<br />

cantaban en los playones mientras amamantaban a sus crías. Durante todo el<br />

viaje uno despertaba al amanecer aturdido por la bullaranga de los micos y las<br />

cotorras. A menudo, la tufarada nauseabunda de una vaca ahogada<br />

interrumpía la siesta, inmóvil en el hilo del agua con un gallinazo solitario<br />

<strong>para</strong>do en el vientre.<br />

Ahora es raro que uno conozca a alguien en los aviones. En los buques<br />

fluviales los estudiantes terminábamos por parecer una sola familia, pues nos<br />

poníamos de acuerdo todos los años <strong>para</strong> coincidir en el viaje. A veces el<br />

buque encallaba hasta quince días en un banco de arena. Nadie se<br />

preocupaba, pues la fiesta seguía, y una carta del capitán sellada con el<br />

escudo de su anillo servía de excusa <strong>para</strong> llegar tarde al colegio.<br />

Desde el primer día me llamó la atención el más joven de un grupo familiar, que<br />

tocaba el bandoneón <strong>com</strong>o entre sueños, paseándose durante días enteros por<br />

la cubierta de primera clase. No pude soportar la envidia, pues desde que<br />

escuché a los primeros acordeoneros de Francisco el Hombre en las fiestas del<br />

20 de julio en Aracataca me empeñé en que mi abuelo me <strong>com</strong>prara un<br />

acordeón, pero mi abuela se nos atravesó con la mojiganga de siempre de que<br />

el acordeón era un instrumento de guatacucos. Unos treinta años después creí<br />

reconocer en París al elegante acordeonero del buque en un congreso mundial<br />

de neurólogos. El tiempo había hecho lo suyo: se había dejado una barba<br />

bohemia y la ropa le había crecido unas dos tallas, pero el recuerdo de su

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