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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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pensaba más con el corazón. Entre los pocos que logré encontrar, conservo el<br />

recuerdo del reportaje más sencillo que me atrapó al vuelo a través de la<br />

ventana de un autobús. En el portón de una hermosa casa colonial en el<br />

número 567 de la carrera Octava en Bogotá había un letrero que se<br />

menospreciaba a sí mismo: «Oficina de Rezagos del Correo Nacional». No<br />

recuerdo en absoluto que algo se me hubiera perdido por aquellos desvíos,<br />

pero me bajé del tranvía y llamé a la puerta. El hombre que me abrió era el<br />

responsable de la oficina con seis empleados metódicos, cubiertos por el óxido<br />

de la rutina, cuya misión romántica era encontrar a los destinatarios de<br />

cualquier carta mal dirigida.<br />

Era una bella casa, enorme y polvorienta, de techos altos y paredes<br />

car<strong>com</strong>idas, corredores oscuros y galerías atiborradas de papeles sin dueño.<br />

Del promedio de cien cartas rezagadas que entraban todos los días, por lo<br />

menos diez habían sido bien franqueadas pero los sobres estaban en blanco y<br />

no tenían siquiera el nombre del remitente. Los empleados de la oficina las<br />

conocían <strong>com</strong>o las «cartas <strong>para</strong> el hombre invisible», y no ahorraban esfuerzos<br />

<strong>para</strong> entregarlas o devolverlas. Pero el ceremonial <strong>para</strong> abrirlas en busca de<br />

pistas era de un rigor burocrático más bien inútil pero meritorio.<br />

El reportaje de una sola entrega se publicó con el título de «El cartero llama mil<br />

veces», con un subtítulo: «El cementerio de las cartas perdidas». Cuando<br />

Salgar lo leyó, me dijo: «A este cisne no hay que torcerle el cuello porque ya<br />

nació muerto». Lo publicó, con el despliegue exacto, ni mucho ni poco, pero se<br />

le notaba en el gesto que estaba tan dolido <strong>com</strong>o yo por la amargura de lo que<br />

pudo ser. Rogelio Echeverría, tal vez por ser poeta, lo celebró de buen talante<br />

pero con una frase que no olvidé nunca: «Es que Gabo se agarra hasta de un<br />

clavo caliente».<br />

Me sentí tan desmoralizado, que por mi cuenta y riesgo —y sin contárselo a<br />

Salgar— decidí encontrar a la destinataria de una carta que me había merecido<br />

una atención especial. Estaba franqueada en el lepro<strong>com</strong>io de Agua de Dios, y<br />

dirigida a «la señora de luto que va todos los días a la misa de cinco en la<br />

iglesia de las Aguas». Después de hacer toda clase de averiguaciones inútiles<br />

con el párroco y sus ayudantes, seguí entrevistando a los fieles de la misa de

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