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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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Chon, con una precisión viciosa que mi abuela le prohibió porque remitía sin<br />

remedio a un equívoco: «Los labios de la boca».<br />

El día estaba in<strong>com</strong>pleto mientras no llegaran las noticias de quién nació en<br />

Barrancas, a cuántos mató el toro en la corraleja de Fonseca, quién se casó en<br />

Manaure o murió en Riohacha, cómo amaneció el general Socarras que estaba<br />

grave en San Juan del César. En el <strong>com</strong>isariato de la <strong>com</strong>pañía bananera se<br />

vendían a precios de ocasión las manzanas de California envueltas en papel de<br />

seda, los pargos petrificados en hielo, los jamones de Galicia, las aceitunas<br />

griegas. Sin embargo, nada se <strong>com</strong>ía en casa que no estuviera sazonado en el<br />

caldo de las añoranzas: la malanga <strong>para</strong> la sopa tenía que ser de Riohacha, el<br />

maíz <strong>para</strong> las arepas del desayuno debía ser de Fonseca, los chivos eran<br />

criados con la sal de La Guajira y las tortugas y las langostas las llevaban vivas<br />

de Dibuya.<br />

De modo que la mayoría de los visitantes que llegaban a diario en el tren iban<br />

de la Provincia o mandados por alguien de allá. Siempre los mismos apellidos:<br />

los Riasco, los Noguera, los Ovalle, cruzados a menudo con las tribus<br />

sacramentales de los Cotes y los Iguarán. Iban de paso, sin nada más que la<br />

mochila al hombro, y aunque no anunciaran la visita estaba previsto que se<br />

quedaban a almorzar. Nunca he olvidado la frase casi ritual de la abuela al<br />

entrar en la cocina: «Hay que hacer de todo, porque no se sabe qué les gustará<br />

a los que vengan».<br />

Aquel espíritu de evasión perpetua se sustentaba en una realidad geográfica.<br />

La Provincia tenía la autonomía de un mundo propio y una unidad cultural<br />

<strong>com</strong>pacta y antigua, en un cañón feraz entre la Sierra Nevada de Santa Marta y<br />

la sierra del Perijá, en el Caribe colombiano. Su <strong>com</strong>unicación era más fácil con<br />

el mundo que con el resto del país, pues su vida cotidiana se identificaba mejor<br />

con las Antillas por el tráfico fácil con Jamaica o Curazao, y casi se confundía<br />

con la de Venezuela por una frontera de puertas abiertas que no hacía<br />

distinciones de rangos y colores. Del interior del país, que se cocinaba a fuego<br />

lento en su propia sopa, llegaba apenas el óxido del poder: las leyes, los<br />

impuestos, los soldados, las malas noticias incubadas a dos mil quinientos

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