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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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Leía en las clases, con el libro abierto sobre las rodillas, y con tal descaro que<br />

mi impunidad sólo parecía posible por la <strong>com</strong>plicidad de los maestros. Lo único<br />

que no logré con mis marrullerías bien rimadas fue que me perdonaran la misa<br />

diaria a las siete de la mañana. Además de escribir mis bobadas, hacía de<br />

solista en el coro dibujaba caricaturas de burla, recitaba poemas en las<br />

sesiones solemnes, y tantas cosas más fuera de horas y lugar, que nadie<br />

entendía a qué horas estudiaba. La razón era la más simple: no estudiaba.<br />

En medio de tanto dinamismo superfluo, todavía no entiendo por qué los<br />

maestros se ocupaban tanto de mí sin dar voces de escándalo por mi mala<br />

ortografía. Al contrario de mi madre, que le escondía a papá algunas de mis<br />

cartas <strong>para</strong> mantenerlo vivo, y otras me las devolvía corregidas y a veces con<br />

sus <strong>para</strong>bienes por ciertos progresos gramaticales y el buen uso de las<br />

palabras. Pero al cabo de dos años no hubo mejoras a la vista. Hoy mi<br />

problema sigue siendo el mismo: nunca pude entender por qué se admiten<br />

letras mudas o dos letras distintas con el mismo sonido, y tantas otras normas<br />

ociosas.<br />

Fue así <strong>com</strong>o me descubrí una vocación que me iba a a<strong>com</strong>pañar toda la vida:<br />

el gusto de conversar con alumnos mayores que yo. Aún hoy, en reuniones de<br />

jóvenes que podrían ser mis nietos, tengo que hacer un esfuerzo <strong>para</strong> no<br />

sentirme menor que ellos. Así me hice amigo de dos condiscípulos mayores<br />

que más tarde fueron mis <strong>com</strong>pañeros en trechos históricos de mi vida. El uno<br />

era Juan B. Fernández, hijo de uno de los tres fundadores y propietarios del<br />

periódico El Heraldo, en Barranquilla, donde hice mis primeros chapuzones de<br />

prensa, y donde él se formó desde sus primeras letras hasta la dirección<br />

general. El otro era Enrique Scopell, hijo de un fotógrafo cubano legendario en<br />

la ciudad, y él mismo reportero gráfico. Sin embargo, mi gratitud con él no fue<br />

tanto por nuestros trabajos <strong>com</strong>unes en la prensa, sino por su oficio de curtidor<br />

de pieles salvajes que exportaba <strong>para</strong> medio mundo. En alguno de mis<br />

primeros viajes al exterior me regaló la de un caimán de tres metros de largo.<br />

—Esta piel cuesta un dineral —me dijo sin dramatismos—, pero te aconsejo<br />

que no la vendas mientras no sientas que te vas a morir de hambre.

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