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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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una nota entusiasta de Germán Vargas, que no tragaba crudo en materia de<br />

novedades literarias. Pero el entusiasmo con que me recibió me confirmó que<br />

sabía muy bien quién era quién, y que su afecto era más real de lo que me<br />

habían dicho. Unas horas después conocí a Alfonso Fuenmayor y Álvaro<br />

Cepeda en la librería Mundo, y nos tomamos los aperitivos en el café<br />

Colombia. Don Ramón Vinyes, el sabio catalán que tanto ansiaba y tanto me<br />

aterraba conocer, no había ido aquella tarde a la tertulia de las seis. Cuando<br />

salimos del café Colombia, con cinco tragos a cuestas, ya teníamos años de<br />

ser amigos.<br />

Fue una larga noche de inocencia. Álvaro, chofer genial y más seguro y más<br />

prudente cuanto más bebía, cumplió el itinerario de las ocasiones memorables.<br />

En Los Almendros, una cantina al aire libre bajo los árboles floridos donde sólo<br />

aceptaban a los fanáticos del Deportivo Junior, varios clientes armaron una<br />

bronca que estuvo a punto de terminar a trompadas. Traté de calmarlos, hasta<br />

que Alfonso me aconsejó no intervenir porque en aquel lugar de doctores del<br />

futbol les iba muy mal a los pacifistas. De modo que pasé la noche en una<br />

ciudad que <strong>para</strong> mí no fue la misma de nunca, ni la de mis padres en sus<br />

primeros años, ni la de las pobrezas con mi madre, ni la del colegio San José,<br />

sino mi primera Barranquilla de adulto en el <strong>para</strong>íso de sus burdeles.<br />

El barrio chino eran cuatro manzanas de músicas metálicas que hacían temblar<br />

la tierra, pero también tenían recodos domésticos que pasaban muy cerca de la<br />

caridad. Había burdeles familiares cuyos patrones, con esposas e hijos,<br />

atendían a sus clientes veteranos de acuerdo con las normas de la moral<br />

cristiana y la urbanidad de don Manuel Antonio Carreño. Algunos servían de<br />

fiadores <strong>para</strong> que las aprendizas se acostaran a crédito con clientes conocidos.<br />

Martina Alvarado, la más antigua, tenía una puerta furtiva y tarifas humanitarias<br />

<strong>para</strong> clérigos arrepentidos. No había consumo trucado, ni cuentas alegres, ni<br />

sorpresas venéreas. Las últimas madrazas francesas de la primera guerra<br />

mundial, malucas y tristes, se sentaban desde el atardecer en la puerta de sus<br />

casas bajo el estigma de los focos rojos, esperando una tercera generación<br />

que todavía creyera en sus condones afrodisíacos. Había casas con salones

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