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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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Lo primero que hice fue llamar por teléfono a mi madre. La noticia le pareció<br />

tan grande que me preguntó si me refería a alguna finca que se llamaba<br />

Ginebra. «Es una ciudad de Suiza», le dije. Sin inmutarse, con su serenidad<br />

interminable <strong>para</strong> asimilar los estropicios menos pensados de sus hijos, me<br />

preguntó hasta cuándo estaría allá, y le contesté que volvería a más tardar en<br />

dos semanas. En realidad iba sólo por los cuatro días que duraba la reunión.<br />

Sin embargo, por razones que no tuvieron nada que ver con mi voluntad, no me<br />

demoré dos semanas sino casi tres años. Entonces era yo quien necesitaba el<br />

bote de remos aunque sólo fuera <strong>para</strong> <strong>com</strong>er una vez al día, pero me cuidé<br />

bien de que no lo supiera la familia. Alguien pretendió en alguna ocasión<br />

perturbar a mi madre con la perfidia de que su hijo vivía <strong>com</strong>o un príncipe en<br />

París después de engañarla con el cuento de que sólo estaría allá dos<br />

semanas.<br />

—Gabito no engaña a nadie —le dijo ella con una sonrisa inocente—, lo que<br />

pasa es que a veces hasta Dios tiene que hacer semanas de dos años.<br />

Nunca había caído en la cuenta de que era un indocumentado tan real <strong>com</strong>o<br />

los millones desplazados por la violencia. No había votado nunca por falta de<br />

una cédula de ciudadanía. En Barranquilla me identificaba con mi credencial de<br />

redactor de El Heraldo, donde tenía una falsa fecha de nacimiento <strong>para</strong> eludir<br />

el servicio militar, del cual era infractor desde hacía dos años. En casos de<br />

emergencia me identificaba con una tarjeta postal que me dio la telegrafista de<br />

Zipaquirá. Un amigo providencial me puso en contacto con el gestor de una<br />

agencia de viajes que se <strong>com</strong>prometió a embarcarme en el avión en la fecha<br />

indicada, mediante el pago adelantado de doscientos dólares y mi firma al<br />

calce de diez hojas en blanco de papel sellado. Así me enteré por carambola<br />

de que mi saldo bancario era una cantidad sorprendente que no había tenido<br />

tiempo de gastarme por mis afanes de reportero. El único gasto, aparte de los<br />

míos personales que no sobrepasaban los de un estudiante pobre, era el envío<br />

mensual del bote de remos <strong>para</strong> la familia.<br />

La víspera del vuelo, el gestor de la agencia de viajes cantó frente a mí el<br />

nombre de cada documento a medida que los ponía sobre el escritorio <strong>para</strong><br />

que no los confundiera: la cédula de identidad, la libreta militar, los recibos de

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