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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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dimos cuenta de que eran artimañas <strong>para</strong> no llorar. Nos dio una moneda de<br />

cinco centavos a cada uno, que era una pequeña fortuna <strong>para</strong> cualquier niño<br />

de entonces, y nos prometió cambiárnoslas por dos iguales si las teníamos<br />

intactas a su regreso. Por último se dirigió a mí con un tono evangélico:<br />

—En tus manos los dejo, en tus manos los encuentre.<br />

Me partió el alma verlo salir de la casa con las polainas de montar y las alforjas<br />

al hombro, y fui el primero que se rindió a las lágrimas cuando nos miró por<br />

última vez antes de doblar la esquina y se despidió con la mano. Sólo<br />

entonces, y <strong>para</strong> siempre, me di cuenta de cuánto lo quería.<br />

No fue difícil cumplir su encargo. Mi madre empezaba a acostumbrarse a<br />

aquellas soledades intempestivas e inciertas y las manejaba a disgusto pero<br />

con una gran facilidad. La cocina y el orden de la casa hicieron necesario que<br />

hasta los menores ayudaran en las tareas domésticas, y lo hicieron bien. Por<br />

esa época tuve mi primer sentimiento de adulto cuando me di cuenta de que<br />

mis hermanos empezaron a tratarme <strong>com</strong>o a un tío.<br />

Nunca logré manejar la timidez. Cuando tuve que afrontar en carne viva la<br />

en<strong>com</strong>ienda que nos dejó el padre errante, aprendí que la timidez es un<br />

fantasma invencible. Cada vez que debía solicitar un crédito, aun de los<br />

acordados de antemano en tiendas de amigos, me demoraba horas alrededor<br />

de la casa, reprimiendo las ganas de llorar y los apremios del vientre, hasta que<br />

me atrevía por fin con las mandíbulas tan apretadas que no me salía la voz. No<br />

faltaba algún tendero sin corazón que acabara de aturdirme: «Niño pendejo, no<br />

se puede hablar con la boca cerrada». Más de una vez regrese a casa con las<br />

manos vacías y una excusa inventada por mí. Pero nunca volví a ser tan<br />

desgraciado <strong>com</strong>o la primera vez que quise hablar por teléfono en la tienda de<br />

la esquina. El dueño me ayudó con la operadora, pues aún no existía el<br />

servicio automático. Sentí el soplo de la muerte cuando me dio la bocina.<br />

Esperaba una voz servicial y lo que oí fue el ladrido de alguien que hablaba en<br />

la oscuridad al mismo tiempo que yo. Pensé que mi interlocutor tampoco me<br />

entendía y alcé la voz hasta donde pude. El otro, enfurecido, elevó también la<br />

suya:

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