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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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Germán vivía pendiente a toda hora de mis carencias, hasta el punto de saber<br />

si no tenía dónde dormir y me daba a hurtadillas el peso y medio <strong>para</strong> la cama.<br />

Nunca supe cómo lo sabía. Gracias a mi buena conducta me hice a la<br />

confianza del personal del hotel, hasta el punto de que las putitas me prestaban<br />

<strong>para</strong> la ducha su jabón personal. En el puesto de mando, con sus tetas<br />

siderales y su cráneo de calabaza, presidía la vida su dueña y señora, Catalina<br />

la Grande. Su machucante de planta, el mulato Jonás San Vicente, había sido<br />

un trompetista de lujo hasta que le desbarataron la dentadura orificada en un<br />

asalto <strong>para</strong> robarle los casquetes. Maltrecho y sin fuelle <strong>para</strong> soplar tuvo que<br />

cambiar de oficio, y no podía conseguir otro mejor <strong>para</strong> su tranca de seis<br />

pulgadas que la cama de oro de Catalina la Grande. También ella tenía su<br />

tesoro íntimo que le sirvió <strong>para</strong> trepar en dos años desde las madrugadas<br />

miserables del muelle fluvial hasta su trono de mamasanta mayor. Tuve la<br />

suerte de conocer el ingenio y la mano suelta de ambos <strong>para</strong> hacer felices a<br />

sus amigos. Pero nunca entendieron por qué tantas veces no tenía el peso y<br />

medio <strong>para</strong> dormir, y sin embargo pasaban a recogerme gentes de mucho<br />

mundo en limusinas oficiales.<br />

Otro paso feliz de aquellos días fue que terminé de copiloto único del Mono<br />

Guerra, un taxista tan rubio que parecía albino, y tan inteligente y simpático que<br />

lo habían elegido concejal honorario sin hacer campaña. Sus madrugadas en el<br />

barrio chino parecían de cine, porque él mismo se encargaba de enriquecerlas<br />

—y a veces enloquecerlas— con desplantes inspirados. Me avisaba cuando<br />

tenía alguna noche sin prisa, y la pasábamos juntos en el descalabrado barrio<br />

chino, donde nuestros padres y los padres de sus padres aprendieron a<br />

hacernos.<br />

Nunca pude descubrir por qué, en medio de una vida tan sencilla, me hundí de<br />

pronto en un desgano imprevisto. Mi novela en curso —La casa—, a unos seis<br />

meses de haberla empezado, me pareció una farsa desangelada. Más era lo<br />

que hablaba de ella que lo que escribía, y en realidad lo poco coherente que<br />

tuve fueron los fragmentos que antes y después publiqué en «La Jirafa» y en<br />

Crónica cuando me quedaba sin tema. En la soledad de los fines de semana,<br />

cuando los otros se refugiaban en sus casas, me quedaba más solo que la

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