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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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en llevarme a la suya <strong>para</strong> que conociera su biblioteca, que cubría tres lados<br />

del dormitorio hasta el cielo raso. Los señaló con el índice en una vuelta<br />

<strong>com</strong>pleta, y me dijo:<br />

—Estos son los únicos escritores del mundo que saben escribir.<br />

Yo estaba en un estado de excitación que me hizo olvidar lo que habían sido<br />

ayer el hambre y el sueño. El alcohol seguía vivo dentro de mí <strong>com</strong>o un estado<br />

de gracia. Álvaro me mostró sus libros favoritos, en español e inglés, y hablaba<br />

de cada uno con la voz oxidada, los cabellos alborotados y los ojos más<br />

dementes que nunca. Habló de Azorín y Saroyan —dos debilidades suyas— y<br />

de otros cuyas vidas públicas y privadas conocía hasta en calzoncillos. Fue la<br />

primera vez que oí el nombre de Virginia Woolf, que él llamaba la vieja Woolf,<br />

<strong>com</strong>o al viejo Faulkner. Mi asombro lo exaltó hasta el delirio. Agarró la pila de<br />

los libros que me había mostrado <strong>com</strong>o sus preferidos y me los puso en las<br />

manos.<br />

—No sea pendejo —me dijo—, llévese todos y cuando acabe de leerlos nos<br />

vamos a buscarlos donde sea.<br />

Para mí eran una fortuna inconcebible que no me atreví a arriesgar sin tener<br />

siquiera un tugurio miserable donde guardarlos. Por fin se conformó con<br />

regalarme la versión en español de La señora Dalloway de Virginia Woolf, con<br />

el pronóstico inapelable de que me la aprendería de memoria.<br />

Estaba amaneciendo. Quería regresar a Cartagena en el primer autobús, pero<br />

Álvaro insistió en que durmiera en la cama gemela de la suya.<br />

—¡Qué carajo! —dijo con el último aliento—. Quédese a vivir aquí y mañana le<br />

conseguimos un empleo cojonudo.<br />

Me tendí vestido en la cama, y sólo entonces sentí en el cuerpo el inmenso<br />

peso de estar vivo. Él hizo lo mismo y nos dormimos hasta las once de la<br />

mañana, cuando su madre, la adorada y temida Sara Samudio, tocó la puerta<br />

con el puño apretado, creyendo que el único hijo de su vida estaba muerto.

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