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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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más raro de todos era un ladrón de domicilios que llegaba poco antes de la<br />

medianoche con el uniforme del oficio: pantalones de ballet, zapatos de tenis,<br />

gorra de pelotero y un maletín de herramientas ligeras. Alguien que lo<br />

sorprendió robando en su casa alcanzó a retratarlo y publicó la foto en la<br />

prensa por si alguien lo identificaba. Lo único que obtuvo fueron varias cartas<br />

de lectores indignados por jugarles sucio a los pobres rateros.<br />

El ladrón tenía una vocación literaria bien asumida, no perdía palabra en las<br />

conversaciones sobre artes y libros, y sabíamos que era autor vergonzante de<br />

poemas de amor que declamaba <strong>para</strong> la clientela cuando no estábamos<br />

nosotros. Después de la medianoche se iba a robar en los barrios altos, <strong>com</strong>o<br />

si fuera un empleo, y tres o cuatro horas después nos traía de regalo algunas<br />

baratijas apartadas del botín mayor. «Para las niñas», nos decía, sin preguntar<br />

siquiera si las teníamos. Cuando un libro le llamaba la atención nos lo llevaba<br />

de regalo, y si valía la pena se lo donábamos a la biblioteca departamental que<br />

dirigía Meira Delmar.<br />

Aquellas cátedras itinerantes nos habían merecido una reputación turbia entre<br />

las buenas <strong>com</strong>adres que encontrábamos al salir de la misa de cinco, y<br />

cambiaban de acera <strong>para</strong> no cruzarse con borrachos amanecidos. Pero la<br />

verdad es que no había parrandas más honradas Y fructíferas. Si alguien lo<br />

supo de inmediato fui yo, que los a<strong>com</strong>pañaba en sus gritos de los burdeles<br />

sobre la obra de John Dos Passos o los goles desperdiciados por el Deportivo<br />

Junior. Tanto, que una de las graciosas hetairas de El Gato Negro, harta de<br />

toda una noche de disputas gratuitas, nos había gritado al pasar:<br />

—iSi ustedes tiraran tanto <strong>com</strong>o gritan, nosotras estaríamos bañadas en oro!<br />

Muchas veces íbamos a ver el nuevo sol en un burdel sin nombre del barrio<br />

chino donde vivió durante años Orlando Rivera Figurita, mientras pintaba un<br />

mural que hizo época. No recuerdo alguien más dis<strong>para</strong>tero, con su mirada<br />

lunática, su barba de chivo y su bondad de huérfano. Desde la escuela primaria<br />

le había picado la ventolera de ser cubano, y terminó por serlo más y mejor que<br />

si lo hubiera sido. Hablaba, <strong>com</strong>ía, pintaba, se vestía, se enamoraba, bailaba y<br />

vivía su vida <strong>com</strong>o un cubano, y cubano se murió sin conocer Cuba.

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