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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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Terminó incorporada al folclor del pueblo. En unos carnavales apareció un<br />

disfraz idéntico a ella, con sus sábanas y su pregón, aunque no lograron<br />

amaestrar una guardia de perros <strong>com</strong>o la suya. Su grito de las masitas heladas<br />

se volvió tan popular que fue motivo de una canción de acordeoneros. Una<br />

mala mañana dos perros bravos atacaron a los suyos, y éstos se defendieron<br />

con tal ferocidad que Chon cayó por tierra con la espina dorsal fracturada. No<br />

sobrevivió, a pesar de los muchos recursos médicos que le procuró mi abuelo.<br />

Otro recuerdo revelador en aquel tiempo fue el parto de Matilde Armenta, una<br />

lavandera que trabajó en la casa cuando yo tenía unos seis años. Entré en su<br />

cuarto por equivocación y la encontré desnuda y despernancada en una cama<br />

de lienzo, y aullando de dolor entre una pandilla de <strong>com</strong>adres sin orden ni<br />

razón que se habían repartido su cuerpo <strong>para</strong> ayudarla a parir a gritos. Una le<br />

enjugaba el sudor de la cara con una toalla mojada, otras le sujetaban a la<br />

fuerza los brazos y las piernas y le daban masajes en el vientre <strong>para</strong> apresurar<br />

el parto. Santos Villero, impasible en medio del desorden, murmuraba<br />

oraciones de buena mar con los ojos cerrados mientras parecía excavar entre<br />

los muslos de la parturienta. El calor era insoportable en el cuarto lleno de<br />

humo por las ollas de agua hirviendo que llevaban de la cocina. Permanecí en<br />

un rincón, repartido entre el susto y la curiosidad, hasta que la partera sacó por<br />

los tobillos una cosa en carne viva <strong>com</strong>o un ternero de vientre con una tripa<br />

sanguinolenta colgada del ombligo. Una de las mujeres me descubrió entonces<br />

en el rincón y me sacó a rastras del cuarto.<br />

—Estás en pecado mortal —me dijo. Y me ordenó con un dedo amenazante—:<br />

No vuelvas a acordarte de lo que viste.<br />

En cambio, la mujer que de verdad me quitó la inocencia no se lo propuso ni lo<br />

supo nunca. Se llamaba Trinidad, era hija de alguien que trabajaba en la casa,<br />

y empezaba apenas a florecer en una primavera mortal. Tenía unos trece años,<br />

pero todavía usaba los trajes de cuando tenía nueve, y le quedaban tan<br />

ceñidos al cuerpo que parecía más desnuda que sin ropa. Una noche en que<br />

estábamos solos en el patio irrumpió de pronto una música de banda en la<br />

casa vecina y Trinidad me sacó a bailar con un abrazo tan apretado que me<br />

dejó sin aire. No sé qué fue de ella, pero todavía hoy me despierto en mitad de

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