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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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sentenciaran a la hoguera por sus resonancias malignas <strong>para</strong> convocar al<br />

diablo. Vi los árboles marchitos y las estatuas de próceres que no parecían<br />

esculpidos en mármoles perecederos sino muertos en carne viva. Pues en<br />

Cartagena no estaban preservadas contra el óxido del tiempo sino todo lo<br />

contrario: se preservaba el tiempo <strong>para</strong> las cosas que seguían teniendo la edad<br />

original mientras los siglos envejecían. Fue así <strong>com</strong>o la noche misma de mi<br />

llegada la ciudad se me reveló a cada paso con su vida propia, no <strong>com</strong>o el fósil<br />

de cartón piedra de los historiadores, sino <strong>com</strong>o una ciudad de carne y hueso<br />

que ya no estaba sustentada por sus glorias marciales sino por la dignidad de<br />

sus es<strong>com</strong>bros.<br />

Con ese aliento nuevo volví a la pensión cuando dieron las diez en la torre del<br />

Reloj. El guardián medio dormido me informó que ninguno de mis amigos había<br />

llegado, pero que mi maleta estaba a buen recaudo en el depósito del hotel.<br />

Sólo entonces fui consciente de no haber <strong>com</strong>ido ni bebido desde el mal<br />

desayuno de Barranquilla. Las piernas me fallaban por hambre, pero me habría<br />

conformado con que la dueña me aceptara la maleta y me dejara dormir en el<br />

hotel esa única noche, aunque fuera en la poltrona de la sala. El guardián se rió<br />

de mi inocencia.<br />

—¡No seas marica! —me dijo en caribe crudo—. Con los montones de plata<br />

que tiene esa madama, se duerme a las siete y se levanta el día siguiente a las<br />

once.<br />

Me pareció un argumento tan legítimo que me senté en una banca del parque<br />

de Bolívar, al otro lado de la calle, a esperar que llegaran mis amigos, sin<br />

molestar a nadie. Los árboles marchitos apenas si eran visibles en la luz de la<br />

calle, pues los faroles del parque sólo se encendían los domingos y fiestas de<br />

guardar. Las bancas de mármol tenían huellas de letreros muchas veces<br />

borrados y vueltos a escribir por poetas procaces. En el Palacio de la<br />

Inquisición, detrás de su fachada virreinal esculpida en piedra virgen y su<br />

portón de basílica primada, se oía el quejido inconsolable de algún pájaro<br />

enfermo que no podía ser de este mundo. La ansiedad de fumar me asaltó<br />

entonces al mismo tiempo que la de leer, dos vicios que se me confundieron en<br />

mi juventud por su impertinencia y su tenacidad. Contrapunto, la novela de

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