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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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—Ahí está.<br />

Parecía una evasiva, pero era la única verdad: ahí estaba. Más vivo que<br />

cualquier otro, pero también con la ventaja de estarlo sin que se supiera<br />

demasiado, dándose cuenta de todo y resuelto a enterrarse por sus propios<br />

pies. Se hablaba de él <strong>com</strong>o de una reliquia histórica, y más aún entre quienes<br />

no lo habían leído. Tanto, que desde que llegué a Cartagena no traté de verlo,<br />

por respeto a sus privilegios de hombre invisible. Entonces tenía sesenta y<br />

ocho años, y nadie había puesto en duda que era un poeta grande del idioma<br />

en todos los tiempos, aunque no éramos muchos los que sabíamos quién era<br />

ni por qué, ni era fácil creerlo por la rara cualidad de su obra.<br />

Zabala, Rojas Herazo, Gustavo Ibarra, todos sabíamos poemas suyos de<br />

memoria, y siempre los citábamos sin pensarlo, de manera espontánea y<br />

certera, <strong>para</strong> iluminar nuestras charlas. No era huraño sino tímido. Todavía hoy<br />

no recuerdo haber visto un retrato suyo, si lo hubo, sino algunas caricaturas<br />

fáciles que se publicaban en su lugar. Creo que a fuerza de no verlo habíamos<br />

olvidado que seguía vivo, una noche en que yo estaba terminando mi nota del<br />

día y escuché la exclamación ahogada de Zabala:<br />

— ¡Carajo, el Tuerto!<br />

Levanté la vista de la máquina, y vi el hombre más extraño que había de ver<br />

jamás. Mucho más bajo de lo que imaginábamos, con el cabello tan blanco que<br />

parecía azul y tan rebelde que parecía prestado. No era tuerto del ojo<br />

izquierdo, sino <strong>com</strong>o su apodo lo indicaba mejor: torcido. Vestía <strong>com</strong>o en casa,<br />

con pantalón de dril oscuro y una camisa a rayas, la mano derecha a la altura<br />

del hombro, y un prendedor de plata con un cigarrillo encendido que no fumaba<br />

y cuya ceniza se caía sin sacudirla cuando ya no podía sostenerse sola.<br />

Pasó de largo hasta la oficina de su hermano y salió dos horas después,<br />

cuando sólo quedábamos Zabala y yo en la redacción, esperando <strong>para</strong><br />

saludarlo. Murió unos dos años más tarde, y la conmoción que causó entre sus<br />

fieles no fue <strong>com</strong>o si hubiera muerto sino resucitado. Expuesto en el ataúd no<br />

parecía tan muerto <strong>com</strong>o cuando estaba vivo.

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