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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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Empezaron con media hora. El maestro de turno leía en su camarote bien<br />

iluminado a la entrada del dormitorio general, y al principio lo acallábamos con<br />

ronquidos de burla, reales o fingidos, pero casi siempre merecidos. Más tarde<br />

se prolongaron hasta una hora, según el interés del relato, y los maestros<br />

fueron relevados por alumnos en turnos semanales. Los buenos tiempos<br />

empezaron con Nostradamus y El hombre de la máscara de hierro, que<br />

<strong>com</strong>placieron a todos. Lo que todavía no me explico es el éxito atronador de La<br />

montaña mágica, de Thomas Mann, que requirió la intervención del rector <strong>para</strong><br />

impedir que pasáramos la noche en vela esperando un beso de Hans Castorp y<br />

Clawdia Chauchat. O la tensión insólita de todos sentados en las camas <strong>para</strong><br />

no perder palabra de los farragosos duelos filosóficos entre Naptha y su amigo<br />

Settembrini. La lectura se prolongó aquella noche por más de una hora y fue<br />

celebrada en el dormitorio con una salva de aplausos.<br />

El único maestro que quedó <strong>com</strong>o una de las grandes incógnitas de mi<br />

juventud fue el rector que encontré a mi llegada. Se llamaba Alejandro Ramos,<br />

y era áspero y solitario, con unos espejuelos de vidrios gruesos que parecían<br />

de ciego, y un poder sin alardes que pesaba en cada palabra suya <strong>com</strong>o un<br />

puño de hierro. Bajaba de su refugio a las siete de la mañana <strong>para</strong> revisar<br />

nuestro aseo personal antes de entrar en el <strong>com</strong>edor. Llevaba vestidos<br />

intachables de colores vivos, y el cuello almidonado <strong>com</strong>o de celuloide con<br />

corbatas alegres y zapatos resplandecientes. Cualquier falla en nuestra<br />

limpieza personal la registraba con un gruñido que era una orden de volver al<br />

dormitorio <strong>para</strong> corregirla. El resto del día se encerraba en su oficina del<br />

segundo piso, y no volvíamos a verlo hasta la mañana siguiente a la misma<br />

hora, o mientras daba los doce pasos entre la oficina y el aula del sexto año,<br />

donde dictaba su única clase de matemáticas tres veces por semana. Sus<br />

alumnos decían que era un genio de los números, y divertido en las clases, y<br />

los dejaba asombrados con su sabiduría y trémulos por el terror del examen<br />

final.<br />

Poco después de mi llegada tuve que escribir el discurso inaugural <strong>para</strong> algún<br />

acto oficial del liceo. La mayoría de los maestros me aprobaron el tema, pero<br />

coincidieron en que la última palabra en casos <strong>com</strong>o ése la tenía el rector. Vivía

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