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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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de un destino ajeno en aquellas sobrecargas inmerecidas y no han bastado mis<br />

ya largos años <strong>para</strong> desmentirlo.<br />

Apenas empezábamos a vislumbrar el perfil de algunas cúpulas de iglesias y<br />

conventos en la bruma del atardecer, cuando nos salió al encuentro un<br />

ventarrón de murciélagos que volaban a ras de nuestras cabezas y sólo por su<br />

sabiduría no nos tumbaban por tierra. Sus alas zumbaban <strong>com</strong>o un tropel de<br />

truenos y dejaban a su paso una peste de muerte. Sorprendido por el pánico<br />

solté la maleta y me encogí en el suelo con los brazos en la cabeza, hasta que<br />

una mujer mayor que caminaba a mi lado me gritó:<br />

—¡Reza La Magnífica!<br />

Es decir: la oración secreta <strong>para</strong> conjurar asaltos del demonio, repudiada por la<br />

Iglesia pero consagrada por los grandes ateos cuando ya no les alcanzaban las<br />

blasfemias. La mujer se dio cuenta de que yo no sabía rezar, y agarró mi<br />

maleta por la otra correa <strong>para</strong> ayudarme a llevarla.<br />

—Reza conmigo —me dijo—. Pero eso sí: con mucha fe.<br />

Así que me dictó La Magnifica verso por verso y los repetí en voz alta con una<br />

devoción que nunca volví a sentir. El tropel de murciélagos, aunque hoy me<br />

cueste trabajo creerlo, desapareció del cielo antes de que termináramos de<br />

rezar. Sólo quedó entonces el inmenso estropicio del mar en los acantilados.<br />

Habíamos llegado a la gran puerta del Reloj. Durante cien años hubo allí un<br />

puente levadizo que <strong>com</strong>unicaba la ciudad antigua con el arrabal de Getsemaní<br />

y con las densas barriadas de pobres de los manglares, pero lo alzaban desde<br />

las nueve de la noche hasta el amanecer. La población quedaba aislada no<br />

sólo del resto del mundo sino también de la historia. Se decía que los colonos<br />

españoles habían construido aquel puente por el terror de que la pobrería de<br />

los suburbios se les colara a medianoche <strong>para</strong> degollarlos dormidos. Sin<br />

embargo, algo de su gracia divina debía quedarle a la ciudad, porque me bastó<br />

con dar un paso dentro de la muralla <strong>para</strong> verla en toda su grandeza a la luz<br />

malva de las seis de la tarde, y no pude reprimir el sentimiento de haber vuelto<br />

a nacer.

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