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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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No dormía. Cuando lo visitábamos de madrugada bajaba a saltos de los<br />

andamios, más pintorreteado él mismo que el mural, y blasfemando en lengua<br />

de mambises en la resaca de la marihuana. Alfonso y yo le llevábamos<br />

artículos y cuentos <strong>para</strong> ilustrar, y teníamos que contárselos de viva voz porque<br />

no tenía paciencia <strong>para</strong> entenderlos leídos. Hacía los dibujos en un instante<br />

con técnicas de caricatura, que eran las únicas en que creía. Casi siempre le<br />

quedaban bien, aunque Germán Vargas decía de buena leche que eran mucho<br />

mejores cuando le quedaban mal.<br />

Así era Barranquilla, una ciudad que no se parecía a ninguna, sobre todo de<br />

diciembre a marzo, cuando los alisios del norte <strong>com</strong>pensaban los días<br />

infernales con unos ventarrones nocturnos que se arremolinaban en los patios<br />

de las casas y se llevaban a las gallinas por los aires. Sólo permanecían vivos<br />

los hoteles de paso y las cantinas de vaporinos alrededor del puerto. Algunas<br />

pajaritas nocturnas esperaban noches enteras la clientela siempre incierta de<br />

los buques fluviales. Una banda de cobres tocaba un valse lánguido en la<br />

alameda, pero nadie la escuchaba, por los gritos de los choferes que discutían<br />

de futbol entre los taxis <strong>para</strong>dos en batería en la calzada del paseo Bolívar. El<br />

único local posible era el café Roma, una tasca de refugiados españoles que<br />

no cerraba nunca por la razón simple de que no tenía puertas. Tampoco tenía<br />

techos, en una ciudad de aguaceros sacramentales, pero nunca se oyó decir<br />

que alguien dejara de <strong>com</strong>erse una tortilla de papas o de concertar un negocio<br />

por culpa de la lluvia. Era un remanso a la intemperie, con mesitas redondas<br />

pintadas de blanco y silletas de hierro bajo frondas de acacias floridas. A las<br />

once, cuando cerraban los periódicos matutinos —El Heraldo y La Prensa—,<br />

los redactores nocturnos se reunían a <strong>com</strong>er. Los refugiados españoles<br />

estaban desde las siete, después de escuchar en casa el diario hablado del<br />

profesor Juan José Pérez Domenech, que seguía dando noticias de la guerra<br />

civil española doce años después de haberla perdido. Una noche de suerte, el<br />

escritor Eduardo Zalamea había anclado allí de regreso de La Guajira, y se<br />

disparó un tiro de revólver en el pecho sin consecuencias graves. La mesa<br />

quedó <strong>com</strong>o una reliquia histórica que los meseros les mostraban a los turistas<br />

sin permiso <strong>para</strong> ocuparla. Años después, Zalamea publicó el testimonio de su

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