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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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camarada de la vida, siempre muerta de risa, que por fin se coló en las clases<br />

de literatura del maestro Calderón, con la <strong>com</strong>plicidad de todos.<br />

En mis tiempos de Aracataca había soñado con la buena vida de ir cantando<br />

de feria en feria, con acordeón y buena voz, que siempre me pareció la manera<br />

más antigua y feliz de contar un cuento. Si mi madre había renunciado al piano<br />

<strong>para</strong> tener hijos, y mi padre había colgado el violín <strong>para</strong> poder mantenernos,<br />

era apenas justo que el mayor de ellos sentara el buen precedente de morirse<br />

de hambre por la música. Mi participación eventual <strong>com</strong>o cantante y tiplero en<br />

el grupo del liceo probó que tenía oído <strong>para</strong> aprender un instrumento más<br />

difícil, y que podía cantar.<br />

No había velada patriótica o sesión solemne del liceo en que no estuviera mi<br />

mano de algún modo, siempre por la gracia del maestro Guillermo Quevedo<br />

Zornosa, <strong>com</strong>positor y prohombre de la ciudad, director eterno de la banda<br />

municipal y autor de «Amapola» la del camino, roja <strong>com</strong>o el corazón—, una<br />

canción de juventud que fue en su tiempo el alma de veladas y serenatas. Los<br />

domingos después de misa yo era de los primeros que atravesaban el parque<br />

<strong>para</strong> asistir a su retreta, siempre con La gazza ladra, al principio, y el Coro de<br />

los Martillos, de Il trovatore, al final. Nunca supo el maestro, ni me atreví a<br />

decírselo, que el sueño de mi vida de aquellos años era ser <strong>com</strong>o él.<br />

Cuando el liceo pidió voluntarios <strong>para</strong> un curso de apreciación de la música, los<br />

primeros que levantamos el dedo fuimos Guillermo López Guerra y yo. El curso<br />

sería en la mañana de los sábados, a cargo del profesor Andrés Pardo Tovar,<br />

director del primer programa de música clásica de La Voz de Bogotá. No<br />

alcanzábamos a ocupar la cuarta parte del <strong>com</strong>edor acondicionado <strong>para</strong> la<br />

clase, pero fuimos seducidos al instante por su labia de apóstol. Era el cachaco<br />

perfecto, de blazer de media noche, chaleco de raso, voz sinuosa y ademanes<br />

pausados. Lo que hoy resultaría novedoso por su antigüedad sería el fonógrafo<br />

de manigueta que manejaba con la maestría y el amor de un domador de<br />

focas. Partía del supuesto —correcto en nuestro caso— de que éramos unos<br />

novatos de solemnidad. De modo que empezó con El carnaval de los animales,<br />

de Saint–Saéns, reseñando con datos eruditos el modo de ser de cada animal.<br />

Luego tocó —¡cómo no!— Pedro y el lobo, de Prokófiev. Lo malo de aquella

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