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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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media hora sin entender una palabra, porque discutían sobre un libro de Paul<br />

Valéry, del que no habíamos oído hablar. Había visto a Carranza más de una<br />

vez en librerías y cafés de Bogotá, y habría podido identificarlo sólo por el<br />

timbre y la fluidez de la voz, que se correspondía con su ropa callejera y su<br />

modo de ser: un poeta. A Jorge Rojas, en cambio, no habría podido identificarlo<br />

por su atuendo y su estilo ministeriales, hasta que Carranza se dirigió a él por<br />

su nombre. Yo anhelaba ser testigo de una discusión sobre poesía entre los<br />

tres más grandes, pero no se dio. Al final del tema, el rector me puso la mano<br />

en el hombro, y dijo a sus invitados:<br />

—Este es un gran poeta.<br />

Lo dijo <strong>com</strong>o una galantería, por supuesto, pero yo me sentí fulminado. Carlos<br />

Martín insistió en hacernos una foto con los dos grandes poetas, y la hizo, en<br />

efecto, pero no tuve más noticias de ella hasta medio siglo después en su casa<br />

de la costa catalana, donde se retiró a gozar de su buena vejez.<br />

El liceo fue sacudido por un viento renovador. La radio, que sólo usábamos<br />

<strong>para</strong> bailar hombre con hombre, se convirtió con Carlos Martín en un<br />

instrumento de divulgación social, y por primera vez se escuchaban y se<br />

discutían en el patio de recreo los noticieros de la noche. La actividad cultural<br />

aumentó con la creación de un centro literario y la publicación de un periódico.<br />

Cuando hicimos la lista de los candidatos posibles por sus aficiones literarias<br />

bien definidas, su número nos dio el nombre del grupo: centro literario de los<br />

Trece. Nos pareció un golpe de suerte, además, porque era un desafío a la<br />

superstición. La iniciativa fue de los mismos estudiantes, y consistía sólo en<br />

reunimos una vez a la semana <strong>para</strong> hablar de literatura cuando en realidad ya<br />

no hacíamos otra cosa en los tiempos libres, dentro y fuera del liceo. Cada uno<br />

llevaba lo suyo, lo leía y lo sometía al juicio de todos. Asombrado por ese<br />

ejemplo, yo contribuía con la lectura de sonetos que firmaba con el seudónimo<br />

de Javier Garcés, que en realidad no usaba <strong>para</strong> distinguirme sino <strong>para</strong><br />

esconderme. Eran simples ejercicios técnicos sin inspiración ni aspiración, a los<br />

que no atribuía ningún valor poético porque no me salían del alma. Había<br />

empezado con imitaciones de Quevedo, Lope de Vega y aun de <strong>García</strong> Lorca,<br />

cuyos octosílabos eran tan espontáneos que bastaba con empezar <strong>para</strong> seguir

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