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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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<strong>com</strong>o un fracaso personal que cancelaran los homenajes póstumos a petición<br />

de la familia. El final fue tenebroso. Alguien había descubierto que el cristal del<br />

ataúd parecía empañado cuando estaba expuesto en la biblioteca del liceo.<br />

Álvaro Ruiz Torres lo abrió a solicitud de la familia y <strong>com</strong>probó que en efecto<br />

estaba húmedo por dentro. Buscando a tientas la causa del vapor en un cajón<br />

hermético, hizo una ligera presión con la punta de los dedos en el pecho, y el<br />

cadáver emitió un lamento desgarrador. La familia alcanzó a trastornarse con la<br />

idea de que estuviera vivo, hasta que el médico explicó que los pulmones<br />

habían retenido aire por el fallo respiratorio y lo había expulsado con la presión<br />

en el pecho. A pesar de la simplicidad del diagnóstico, o tal vez por eso mismo,<br />

en algunos quedó el temor de que lo hubieran enterrado vivo. Con ese ánimo<br />

me fui a las vacaciones del cuarto año, ansioso de ablandar a mis padres <strong>para</strong><br />

no seguir estudiando.<br />

Desembarqué en Sucre bajo una llovizna invisible. La albarrada del puerto me<br />

pareció distinta a la de mis añoranzas. La plaza era más pequeña y desnuda<br />

que en la memoria, y la iglesia y el camellón tenían una luz de desamparo bajo<br />

los almendros podados. Las guirnaldas de colores de las calles anunciaban la<br />

Navidad, pero ésta no me suscitó la emoción de otras veces, y no reconocí a<br />

ninguno de los escasos hombres con <strong>para</strong>guas que esperaban en el muelle,<br />

hasta que uno de ellos me dijo al pasar, con su acento y su tono<br />

inconfundibles:<br />

–¡Qué es la cosa!<br />

Era mi papá, un tanto demacrado por la pérdida de peso. No tenía el vestido de<br />

dril blanco que lo identificaba a distancia desde sus años mozos, sino un<br />

pantalón casero, una camisa tropical de manga corta y un raro sombrero de<br />

capataz. Lo a<strong>com</strong>pañaba mi hermano Gustavo, a quien no reconocí por el<br />

estirón de los nueve años.<br />

Por fortuna, la familia conservaba sus arrestos de pobre, y la cena temprana<br />

parecía hecha a propósito <strong>para</strong> notificarme que aquélla era mi casa, y que no<br />

había otra. La buena noticia en la mesa fue que mi hermana Ligia se había<br />

ganado la lotería. La historia —contada por ella misma— empezó cuando

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