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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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todo en las tertulias de medianoche, pero empezaba a perder el entusiasmo de<br />

ser escritor. Tan cierto era, que no volví a escribir un cuento después de los<br />

tres publicados en El Espectador, hasta que Eduardo Zalamea me localizó a<br />

principios de julio y me pidió con la mediación del maestro Zabala que le<br />

mandara otro <strong>para</strong> su periódico después de seis meses de silencio. Por venir la<br />

petición de quien venía retomé de cualquier modo ideas perdidas en mis<br />

borradores y escribí «La otra costilla de la muerte», que fue muy poco más de<br />

lo mismo. Recuerdo bien que no tenía ningún argumento previo e iba<br />

inventándolo a medida que lo escribía. Se publicó el 25 de julio de 1948 en el<br />

suplemento «Fin de Semana», igual que los anteriores, y no volví a escribir<br />

más cuentos hasta el año siguiente, cuando ya mi vida era otra. Solo me<br />

faltaba renunciar a las pocas clases de derecho que seguía muy de vez en<br />

cuando, pero eran mi última coartada <strong>para</strong> entretener el sueño de mis padres.<br />

Yo mismo no sospechaba entonces que muy pronto sería mejor estudiante que<br />

nunca en la biblioteca de Gustavo Ibarra Merlano, un amigo nuevo que Zabala<br />

y Rojas Herazo me presentaron con un gran entusiasmo. Acababa de regresar<br />

de Bogotá con un grado de la Normal Superior y se incorporó de inmediato a<br />

las tertulias de El Universal y a las discusiones del amanecer en el paseo de<br />

los Mártires. Entre la labia volcánica de Héctor y el escepticismo creador de<br />

Zabala, Gustavo me aportó el rigor sistemático que buena falta les hacía a mis<br />

ideas improvisadas y dispersas, y a la ligereza de mi corazón. Y todo eso entre<br />

una gran ternura y un carácter de hierro.<br />

Desde el día siguiente me invitó a la casa de sus padres en la playa de<br />

Marbella, con el mar inmenso <strong>com</strong>o traspatio, y una biblioteca en un muro de<br />

doce metros, nueva y ordenada, donde sólo conservaba los libros que debían<br />

leerse <strong>para</strong> vivir sin remordimientos. Tenía ediciones de los clásicos griegos,<br />

latinos y españoles tan bien tratadas que no parecían leídas, pero los<br />

márgenes de las páginas estaban garrapateados de notas sabias, algunas en<br />

latín. Gustavo las decía también de viva voz, y al decirlas se ruborizaba hasta<br />

las raíces del cabello y él mismo trataba de sortearlas con un humor corrosivo.<br />

Un amigo me había dicho de él antes de que lo conociera: «Ese tipo es un

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