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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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ciudad, que me <strong>com</strong>prometía <strong>com</strong>o escritor antes de serlo y <strong>com</strong>o periodista<br />

inminente a menos de veinticuatro horas de haber visto por dentro un periódico<br />

por primera vez. A Manuel, que me llamó al instante por teléfono <strong>para</strong><br />

felicitarme, le reproché sin disimular la rabia de que hubiera escrito algo tan<br />

irresponsable sin antes hablarlo conmigo. Sin embargo, algo cambió en mí, y<br />

tal vez <strong>para</strong> siempre, cuando supe que la nota la había escrito el maestro<br />

Zabala de su puño y letra. Así que me amarré los pantalones y volví a la<br />

redacción <strong>para</strong> darle las gracias. Apenas si me hizo caso. Me presentó a<br />

Héctor Rojas Herazo, con pantalones de caqui y camisa de flores amazónicas,<br />

y palabras enormes dis<strong>para</strong>das con una voz de trueno, que no se rendía en la<br />

conversación hasta atrapar su presa.<br />

El, por supuesto, no me reconoció <strong>com</strong>o uno más de sus alumnos en el colegio<br />

San José de Barranquilla.<br />

El maestro Zabala —<strong>com</strong>o lo llamaban todos— nos puso en su órbita con<br />

recuerdos de dos o tres amigos <strong>com</strong>unes, y de otros que yo debía conocer.<br />

Luego nos dejó solos y volvió a la guerra encarnizada de su lápiz al rojo vivo<br />

contra sus papeles urgentes, <strong>com</strong>o si nunca hubiera tenido nada que ver con<br />

nosotros. Héctor siguió hablándome en el rumor de llovizna menuda de los<br />

linotipos— <strong>com</strong>o si tampoco él hubiera tenido algo que ver con Zabala. Era un<br />

conversador infinito, de una inteligencia verbal deslumbrante, un aventurero de<br />

la imaginación que inventaba realidades inverosímiles que él mismo terminaba<br />

por creer. Conversamos durante horas de otros amigos vivos y muertos, de<br />

libros que nunca debieron ser escritos, de mujeres que nos olvidaron y no<br />

podíamos olvidar, de las playas idílicas del <strong>para</strong>íso caribe de Tolú —donde él<br />

nació— y de los brujos infalibles y las desgracias bíblicas de Aracataca. De<br />

todo lo habido y lo debido, sin beber nada, sin respirar apenas y fumando hasta<br />

por los codos por miedo de que la vida no nos alcanzara <strong>para</strong> todo lo que<br />

todavía nos faltaba por conversar.<br />

A las diez de la noche, cuando cerró el periódico, el maestro Zabala se puso la<br />

chaqueta, se amarró la corbata, y con un paso de ballet al que ya le quedaba<br />

poco de juvenil, nos invitó a <strong>com</strong>er. En La Cueva, <strong>com</strong>o era previsible, donde<br />

los esperaba la sorpresa de que José Dolores y varios de sus <strong>com</strong>ensales

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