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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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amenazas de mandar a Luis Enrique al reformatorio de Medellín, pero nadie le<br />

prestó atención, pues también había anunciado el propósito de mandarme al<br />

seminario de Ocaña, no <strong>para</strong> castigarme por nada sino por la honra de tener un<br />

cura en casa, y más tardó en concebirlo que en olvidarlo. El tiple, sin embargo,<br />

fue la gota que derramó el vaso.<br />

El ingreso a la casa de corrección sólo era posible por decisión de un juez de<br />

menores, pero papá superó la falta de requisitos mediante amigos <strong>com</strong>unes,<br />

con una carta de re<strong>com</strong>endación del arzobispo de Medellín, monseñor <strong>García</strong><br />

Benítez. Luis Enrique, por su parte, dio una muestra más de su buena índole,<br />

por el júbilo con que se dejó llevar <strong>com</strong>o <strong>para</strong> una fiesta.<br />

Las vacaciones sin él no eran iguales. Sabía acoplarse <strong>com</strong>o un profesional<br />

con Filadelfo Velilla, el sastre mágico y tiplero magistral, y por supuesto con el<br />

maestro Valdés. Era fácil. Al salir de aquellos bailes azorados de los ricos nos<br />

asaltaban en las sombras del parque unas parvadas de aprendices furtivas con<br />

toda clase de tentaciones. A una que pasaba cerca, pero que no era de las<br />

mismas, le propuse por error que se fuera conmigo, y me contestó con una<br />

lógica ejemplar que no podía, porque el marido dormía en casa. Sin embargo,<br />

dos noches después me avisó que dejaría sin tranca la puerta de la calle tres<br />

veces por semana <strong>para</strong> que yo pudiera entrar sin tocar cuando no estuviera el<br />

marido.<br />

Recuerdo su nombre y apellidos, pero prefiero llamarla <strong>com</strong>o entonces:<br />

Nigromanta. Iba a cumplir veinte años en Navidad, y tenía un perfil abisinio y<br />

una piel de cacao. Era de cama alegre y orgasmos pedregosos y atribulados, y<br />

un instinto <strong>para</strong> el amor que no parecía de ser humano sino de río revuelto.<br />

Desde el primer asalto nos volvimos locos en la cama. Su marido —<strong>com</strong>o Juan<br />

Breva— tenía cuerpo de gigante y voz de niña. Había sido oficial de orden<br />

público en el sur del país, y arrastraba la mala fama de matar liberales sólo por<br />

no perder la puntería. Vivían en un cuarto dividido por un cancel de cartón, con<br />

una puerta a la calle y otra hacia el cementerio. Los vecinos se quejaban de<br />

que ella perturbaba la paz de los muertos con sus aullidos de perra feliz, pero<br />

cuanto más fuerte aullaba más felices debían estar los muertos de ser<br />

perturbados por ella.

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