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Gabriel García Márquez - Vivir para contarla.pdf - www.moreliain.com

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una o dos materias que todavía estaba debiendo del primer año en Bogotá.<br />

Algunos condiscípulos se entusiasmaron con mi modo de domesticar los<br />

temas, porque había entre ellos una cierta militancia en favor de la libertad<br />

creativa en una universidad varada en el rigor académico. Era mi sueño<br />

solitario desde el liceo, no por un inconformismo gratuito sino <strong>com</strong>o mi única<br />

esperanza de aprobar los exámenes sin estudiar. Sin embargo, los mismos que<br />

proclamaban la independencia de criterio en las aulas no podían más que<br />

rendirse a la fatalidad y subían al patíbulo de los exámenes con los mamotretos<br />

atávicos de los textos coloniales aprendidos de memoria. Por fortuna en la vida<br />

real eran maestros curtidos en el arte de mantener vivos los bailes de cuota de<br />

los viernes, a pesar de los riesgos de la represión cada día más descarada a la<br />

sombra del estado de sitio. Los bailes siguieron haciéndose por acuerdos de<br />

mano izquierda con las autoridades de orden público mientras se mantuvo el<br />

toque de queda, y cuando fue eliminado renacieron de sus agonías con más<br />

ánimos que antes. Sobre todo en Torices, Getsemaní o el pie de la Popa, los<br />

barrios más parranderos de aquellos años sombríos. Bastaba con asomarse<br />

por las ventanas <strong>para</strong> escoger la fiesta que nos gustara más, y por cincuenta<br />

centavos se bailaba hasta el amanecer con la música más caliente del Caribe<br />

aumentada por el estruendo de los altavoces. Las parejas invitadas de cortesía<br />

eran las mismas estudiantes que veíamos en la semana a la salida de las<br />

escuelas, sólo que llevaban los uniformes de la misa dominical y bailaban <strong>com</strong>o<br />

cándidas mujeres de la vida bajo el ojo avizor de tías chaperonas o madres<br />

liberadas. Una de esas noches de caza mayor andaba por Getsemaní, que fue<br />

durante la Colonia el arrabal de los esclavos, cuando reconocí <strong>com</strong>o un santo y<br />

seña una fuerte palmada en la espalda y el estampido de una voz:<br />

–¡Bandido!<br />

Era Manuel Zapata Olivella, habitante empedernido de la calle de la Mala<br />

Crianza, donde viviera la familia de los abuelos de sus tatarabuelos africanos.<br />

Nos habíamos visto en Bogotá, en medio del fragor del 9 de abril, y nuestro<br />

primer asombro en Cartagena fue reencontrarnos vivos. Manuel, además de<br />

médico de caridad era novelista, activista político y promotor de la música<br />

caribe, pero su vocación más dominante era tratar de resolverle los problemas

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