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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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los otros ministros militares; solidaridad que podía propagarse al resto del generalato. Para evitarlo,debía tomar él la iniciativa y cesar a Arias antes de que la carta llegara a La Zarzuela. Puesto en talbrete, debió de calibrar que el miedo a Arias era mucho más superable que el miedo a unainsubordinación de los mandos más reaccionarios del Ejército.—Nicolás —dijo el Rey al jefe de su Casa—, quiero reunirme con Torcuato pero esta vez sin quehaya registro de entrada, ni controles, ni soplones... ¿Nos invitas a tu finca de Aravaca?Mondéjar, de quien el Rey decía «éste oye, calla o habla lo justito, y... se hace el Claudio»,entendió que aunque Torcuato y Don Juan Carlos habían charlado a solas cientos de veces, desde lostiempos de Franco, por hache o por be aquel encuentro debía ser absolutamente secreto. Y aún máscuando el Rey le advirtió: «Por favor, no te olvides de llevar mi agenda.»Mondéjar no dijo media palabra a nadie del staff de La Zarzuela, ni siquiera a Alfonso Armada,que pasaba esos días en su Pazo de Rivadulla, en Pontevedra.Una vez en La Escorzonera, el Rey y Fernández-Miranda repasaron el panorama y convinieron quehabía que dar el paso ya. Estaban de acuerdo en que quien más coincidía con el retrato robot depresidente del Gobierno capaz de afrontar y resolver el cambio era Adolfo Suárez. [165]No querían un presidente protagonista y ensoberbecido, sino disciplinado y dispuesto a ejecutar elproyecto previsto. Antes que la brillantez, preferían la lealtad. Eso eliminaba a Areilza y a Fraga. EnSuárez veían a un hombre inteligente, con enorme energía política, con gran capacidad de seduccióny por tanto de diálogo. Tres grandes ventajas de Suárez eran también su procedencia del régimen, quele permitía superar las presiones y desconfianzas de la extrema derecha; su juventud, que le facilitabaun diálogo abierto y franco con la izquierda; y su permeabilidad, que le hacía idóneo para aceptar sinreticencias las órdenes de la Corona. Podía ser el presidente «leal, abierto y disponible» quebuscaban. [166]Despejada esa incógnita de la ecuación, estudiaron la estrategia para que la caída de Arias fuesepor sorpresa, sin estridencias y escrupulosamente legal. Ajustaron las agendas —la del Consejo delReino, la del Gobierno y la del Rey— de modo que el «día D» coincidiera con una de las sesionesperiódicas del Consejo del Reino, y todo funcionase con la precisión de un reloj.Para entonces, los mecanismos institucionales estaban debidamente preparados, y los consejerosdel Reino, dispuestos a aceptar la dimisión de Arias Navarro. Y si Arias se resistiera y el Reyhubiese de forzar su cese, Torcuato tenía una provisión de argumentos suficientemente convincentespara inclinar la voluntad de los consejeros. Era lo que el Rey llamaba «la tela de araña deTorcuato»:Torcuato tejió pacientemente su tela de araña conversando en privado con los procuradores másreticentes al cambio. Lo mismo hizo con los miembros del Consejo. Tomó la costumbre de reunirsecada quince días con ellos. Al principio, los periodistas y la gente enterada decían «el Consejo delReino se ha reunido, algo debe de pasar». Pero no pasaba nada... Poco a poco se acostumbraron a las«reuniones de rutina». Es lo que Torcuato quería: que cuando el Consejo del Reino se reunieraporque realmente «pasaba algo», a nadie le llamase la atención.Un día me dijo Torcuato: «Majestad, en cuanto me digáis quién es el hombre que ha de sustituir aArias Navarro, yo me comprometo a hacer que le voten.» Había trabajado en silencio, argumentandoa unos, convenciendo a otros... Le escuchaban y le respetaban, porque tenía una gran autoridadmoral. [167]Así, con tenacidad y paciencia, Torcuato había lubricado los engranajes de las instituciones —hombres, en definitiva— para una revolución política que debía producirse sin llamaradas, sinhumaredas, sin ruido: una revolución de terciopelo.

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