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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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una siesta de esas que estás medio pensando, medio grogui, pero vuelves a coger el hilo y vuelves apensar... Como diría mi padre, «he hecho arqueo». Y me he quedado a cero, Torcuato. Página enblanco. Y ahora... begin the beguine... Volver a empezar.Arias, al Valle de los Caídos, para «hablar con el Caudillo»Fue una tarde intensa. Por orden de Arias, Luis Jáudenes, del Ministerio de Presidencia, fueconvocando a los miembros del Gobierno para un Consejo de Ministros extraordinario a las ocho, enCastellana 3. Sólo faltaría Osorio, de viaje en Málaga.Areilza, que desde por la mañana en el Palacio Real andaba rumiando el acertijo del Rey —«unadecisión difícil», «la pondré en ejecución de golpe, sorprendiendo a todos», «antes de lo que sepiensa»—, descolgó el teléfono y empezó a llamar a sus colegas fingiendo bromas.Al teniente general De Santiago le preguntó si iba a declarar el estado de guerra. A Villar Mir, sipensaba devaluar la peseta por sorpresa. A Fraga, si había decidido imponer el estado deexcepción... Lo cual le convenció de que no había otra explicación para esa inesperada convocatoriaque la dimisión de Arias. O el cese disfrazado de dimisión. [175]A las seis y veintiún minutos, Europa Press lanzaba el scoop con campanillas de teletipo: «Ariasha dimitido.»A esa misma hora, Arias recorría la imponente galería subterránea del Valle de los Caídoscaminando hacia la tumba de Franco. Llegado allí, se arrodilló en un reclinatorio lateral y, con elrostro oculto entre las manos, estuvo largo rato «hablando con el Caudillo». Solía hacerlo cuando unproblema le sobrepasaba. «La verdad es que no voy a rezar —comentó en cierta ocasión—, y Diosme lo tiene que perdonar. Voy porque necesito hablar con el Caudillo.» [176]El bochorno sofocante de todo el día descargó por fin en una tormenta de relámpagos y lluviatorrencial cuando los coches de los ministros llegaban al palacete de Castellana 3. A las ocho menosdiez ya aguardaban todos en el salón de Consejos, presidido todavía por un gran retrato de Franco.El presidente entró muy serio, con expresión adusta, forzando sonrisas y apretones de manos. Sesentaron. No se movía ni el aire. Ambiente tenso, miradas expectantes. Arias carraspeó y rompió elsilencio:—Señores ministros, las filtraciones son inevitables y quizá ya sepan ustedes por qué les he hechovenir no siendo día de Consejo... Oficialmente se me acaba de comunicar que, oído el dictamen delConsejo del Reino, Su Majestad ha aceptado mi dimisión, que le presenté este mediodía.Hizo una pausa. Con buen tono y lenguaje medido, aunque trasluciendo cierto deje de amargura yalguna expresión de contrariedad, les explicó el gran suceso político, cuyas claves de comprensión,según dijo, a él mismo se le escapaban.Ambiguamente dio a entender que no había dimitido por propia decisión sino por «impulsosoberano». En su breve alocución manifestó que el primer sorprendido era él.—Ayer, casi a la hora de cenar, me llamó al teléfono del coche un ayudante del Rey: quería quefuese a despachar con él hoy, a la una y cuarto, al Palacio Real. Pensé que sería algo muy urgentepara citarme así, con esas prisas y a deshora, no teniendo yo solicitada audiencia. Fui. Encontré alRey un poco agobiado, con aire embarazoso, titubeando al intentar decirme para qué me llamaba...Enseguida vi que no era ningún asunto de Gobierno. Empezó agradeciéndome vagamente losservicios prestados y luego pasó a enumerar motivos de índole menor, discrepancias inconcretas...Decliné escuchar esa sarta de menudencias y causas pequeñas, y le dije: «Supongo, Majestad, que

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