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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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por el de Sabino, o simplemente suprimiéndolo. Manipulación que a las generaciones futuras lespodría dar pie a suponer que aquella noche el Rey no estuvo físicamente en La Zarzuela, pues sólohay vestigio de su actuación donde quedó una constancia indeleble, pero «mecánica»: dos télex y unmensaje televisivo de un minuto. Dos comunicaciones que, a efectos probatorios, hubiesen podidorealizarse desde las Chimbambas.¿A quién atribuir esa «supresión del Rey»? Posiblemente a una solicitud de La Zarzuela o delGobierno, y al exceso de celo de los redactores de la sentencia. Un trampantojo más. Un error másque añadir a un decepcionante juicio de guerra que pasaría a las crónicas como un solemne simulacrode Estado.Gestando la glorificación del ReyLa voz de mando del Rey en la medianoche del 23-F fue el exorcismo que conjuró el golpe. ElEjército le reconoció como su jefe y le obedeció. Sin más abracadabra. Instintivamente, losespañoles le «adoptaron» como el talismán capaz de domeñar cualquier amenaza del espadón. Hastalos intelectuales más díscolos con el sistema teclearon ditirambos al monarca. Uno de los primerosen lanzar salvas de honor fue Carlos Barral: en el artículo «Fidelis noster» a toda página, seconfesaba converso al rey Juan Carlos, hipnotizado por su aparición nocturna en el televisor, dabapor extinguida su emotividad republicana y se proponía «no cuestionar la forma de Estadomonárquica, porque —como decía Maura— en política española, construir al margen de laMonarquía es construir con desconocimiento de la vertical». [27]A partir del mediodía del 24 de febrero, se inició la glorificación del Rey. El efusivoagradecimiento de Carrillo en La Zarzuela «por haber salvado la democracia; y a mí, la vida». Laovación compacta de todos los diputados —excepto Sagaseta y Blas Piñar—, con vítores al Rey, eldía 25 en el Congreso. La moción de apoyo al Rey de España en la Cámara Baja. Las felicitacionespúblicas de todos los jefes de Estado y de Gobierno. La petición del Nobel de la Paz, suscrita porlos alcaldes de las veinte ciudades más populosas de España, la Unión Sindical de Policía, lospartidos de ámbito nacional, UCD, PSOE, PCE y AP, con sus organizaciones juveniles, etc.Homenajes, agasajos, doctorados honoris causa, galardones... La Guardia Civil y la Policía Nacionalpiden escoltar en adelante al Rey y a la Familia Real.Y no fue cosa de un día ni entusiasmo momentáneo ese estado de gracia: nueve meses después, ElPaís rebasaba el alcance de la Constitución, al interpretar el apartado h) del artículo 62, el catálogode las funciones regias, asegurando que al Rey le corresponde el mando de las Fuerzas Armadas «node modo simbólico, sino como atribución real». Peligrosa asignación de un caudillaje militar concapacidad de ordeno y mando, que hubiese convertido en norma lo que el 23-F fue irrepetibleexcepción.Por su parte, el Rey se blindaba gastando buenos tramos de su agenda en actos castrenses: renovóel juramento a la bandera en la Academia General de Zaragoza; se reunió varias veces con elgeneralato; entregó despachos a los nuevos oficiales de Tierra, Mar y Aire; impuso fajines de EstadoMayor; asistió a maniobras y confraternizó a base de pincho de tortilla y tintorro español. Al Borbón,medularmente militar, ese mundo nunca le resultó postizo o ajeno. Le interesaba, lo entendía, lodisfrutaba. Y los mandos cuarteleros se sentían honrados, con el sello diferencial de pertenecer a unestamento especial cuyo jefe era el Rey.Esto se producía al tiempo que los juicios de guerra, y los litros de tinta de linotipias empleándose

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