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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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—Sí, Majestad, yo no represento a ninguno, pero tengo la venia de todos para lo que voy a decirhoy aquí. Por muy duros y altivos que se muestren unos y otros, lo cierto es que todas las fuerzas dela oposición, incluidos los comunistas, quieren negociar, quieren pactar, quieren llegar a un acuerdodigno que les permita entrar en el juego con su propia identidad. La guerra, el destierro, laproscripción durante tantos años..., se ha sufrido tanto, se ha pasado tan mal, que nadie quiererevoluciones, ni violencias, ni líos.Una semana antes, Areilza habló ampliamente con Gil-Robles y en cuanto pudo informó al Rey. Noobstante, el Rey se hacía de nuevas escuchando al veterano político.—Majestad, éste es un momento increíblemente oportuno para jugar a fondo la carta de laMonarquía.—Bueno, en eso estamos, ¿no?—No. A tenor de lo que yo escuché hace pocos días al presidente Arias por televisión o de lo queesta misma mañana he leído de Fraga en Europa, un suplemento que lee todo el mundo porque lo danThe Times, Le Monde, La Stampa y Die Welt, lo que ellos dos llaman «reformas de la Constitución»va para largo, si es que llega a puerto, pues el trámite es muy complejo, muy incierto y... muyimpuesto. En definitiva, todo se cocinaría entre el Gobierno Arias-Fraga y las Cortes del generalFranco. ¿Quién va a aceptar eso, Majestad?—¿Y ustedes qué proponen?—Que la reforma la haga el Rey.—Pero yo necesito de un Gobierno y de unas Cortes, si no estaríamos en el absolutismo...—Lo que quiero decir es que la patrocine y la avale el Rey. Un plebiscito directo preguntando alpueblo simple y llanamente si autoriza al Rey a llevar a cabo «las reformas necesarias para eltránsito democrático». Con eso sería suficiente para que la oposición apoyase la consulta. Laoposición está dispuesta a confiar en Su Majestad. Por eso dije lo de jugar la carta de la Monarquía.De no ser así, dejándolo todo en manos de este Gobierno y de estas Cortes, la oposición no querríaparticipar.Calló Gil-Robles. Sus dos acompañantes, que al principio intercalaron algunas frases, callarontambién. Don Juan Carlos había escuchado muy atento. Los cuatro que estaban allí en aquel saloncitode La Zarzuela sabían que el Rey podía sacudirse a las Cortes y al Gobierno y, de acuerdo con elConsejo del Reino, recurrir al pueblo en referéndum. No estaban proponiéndole ni unasobreactuación ni una tropelía ilegal. Pero sí una procelosa audacia.El Rey entornó los ojos, como mirando a su interlocutor por entre las pestañas, y se quedópensativo. Hubo un largo silencio.Con toda su vida ya a la espalda y cicatrices de mil batallas políticas, Gil-Robles no iba a dejaraquello a medias. Se lanzó. La verdad, en canal:—Señor, tiene usted que impedir que ese proyecto de reforma llegue a las Cortes. Uno, porque laoposición no lo aceptará. Dos, porque las Cortes lo destrozarán. Y tres, porque se montará unescándalo insuperable.—¿Y...? Concrete algo más, don José María.—A juicio mío, Su Majestad tendría que cambiar el Gobierno. ¡Al derrumbadero, con todos susatroces proyectos de reforma! Y una ocasión pintiparada para hacerlo sería a la vuelta de su viaje aEstados Unidos.El Rey entornó los ojos de nuevo, pero esta vez al mirar a Gil-Robles intentaba adivinar si lo de «ala vuelta de Estados Unidos» era una idea genuina suya, o si se la habrían suministrado Areilza o... elpropio Don Juan. En todo caso, era una buena idea.

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