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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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silla para el representante vasco en la ponencia de los «padres constituyentes», evitando su exclusióny propiciando su integración. Es políticamente ilógico que se abstuvieran. Pero el síndrome no eralógico, sino psicológico. Venía de atrás. Llovía sobre charcos de antiguas afrentas. ¡Caben tantosmalos recuerdos, tantos «si yo te contara», bajo una chapela! No se ha de olvidar que, por decretoley firmado por Franco el 23 de junio de 1937, Gipuzkoa y Bizkaia fueron expoliadas de susexenciones fiscales y consideradas «provincias traidoras» hasta que, cuarenta años más tarde, otrodecreto ley del Gobierno de Suárez abolió aquel castigo.Faltó una dosis de flexibilidad y sobró otra dosis similar de desconfianza.En cuanto a los vascos, administrando hábilmente su «sí, pero...», no le hicieron ascos a la CartaMagna llegado el momento de construir el Estatuto de Guernica, en esa matriz que antesdespreciaban.El Rey quería «un derecho de veto, como mi prima Lilibeth»Mientras la Constitución se debatía ya en comisión, en una mesa discreta del restauranteMedinaceli, cerca de la Carrera de San Jerónimo, almorzaban casi a diario el presidente de lasCortes, Antonio Hernández Gil; el letrado mayor del Congreso, Felipe de la Rica, consuegro deSabino Fernández Campo; y Sabino. Era un seguimiento sobre el mantel de la marcha de los debates,los encuentros y desencuentros entre los diputados, las negociaciones entre el partido del Gobierno ylos grupos opositores. Así el Rey podía contrastar esas noticias que le suministraba Sabino con lainformación que recibía de Suárez en sus despachos.Algunas personas próximas al monarca, o senadores reales o funcionarios opinantes de la CasaReal, pensaban que, aun siendo indispensable un vaciamiento o expropiación de las facultades ypoderes para que el monarca fuese constitucional, y no un «caudillo coronado», podría convenir quese le dejase al Rey algún tipo de iniciativa, algún atributo suyo, propio y libre, no necesariamenterefrendado por el Gobierno, como lo que recogía, por ejemplo, la Constitución de 1812, la Pepa, conser la más liberal.Sabino Fernández Campo oía a unos y a otros, tomaba nota y luego lo comentaba con el Rey:—Sería bueno prever un trámite, para cuando el Rey disintiera abiertamente de una disposiciónlegal sometida a su sanción; que no tuviera que firmarla a lo trágala, le gustase o no, o inclusocontraviniendo su fuero de conciencia. Porque si el Rey ha de rubricar todo BOE de canto doradoque le pongan delante, su firma se convierte en una estampilla mecánica y obligada. Y, por obligada,no libre y no responsable política y moralmente. Eso supondría dejarle el derecho regio de«reconsideración»: un acto, un gesto, más atenuado que el veto, por el que el monarca pudieradevolver un proyecto de ley para que el Gobierno o el Parlamento lo reconsiderasen.El Rey lo trató con Suárez y Lavilla.—En las monarquías europeas reinantes —le dijeron— ya no existe esa facultad de devolución deuna ley al Gobierno para su reconsideración.—Pues mi prima Lilibeth —la reina Isabel de Inglaterra— y su hijo Carlos de Gales conservan eseprivilegio.—Pero no es bien visto por los ingleses, porque en el fondo es una auténtica fuerza disuasoria real.Esto a la reina no le gusta, la reina lo devuelve, el Gobierno ha de cambiarlo, o enfundárselo... Esuna imposición. Además, Majestad, con demasiada frecuencia lo ejercen mirando más por susintereses patrimoniales que por el bien general, o por conflictos de conciencia.

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