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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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de la mañana. Al Rey le correspondió la armada número 5, el cerro de los Pedernales, y estuvoasistido por el guarda Cañones. Se cobraron 199 piezas, entre venados, gamos y jabalíes, y dieciséiszorros, aunque la calidad de los trofeos no fue la esperada. El Rey utilizó rifle de bala y tumbó tresbichos, su cupo de jornada.En la memoria de la montería que el Icona remitió al Ministerio de Agricultura, bajo el epígrafe de«Incidencias» constaba textualmente:Sobre las cinco de la tarde, los servicios de la Casa Real transmitieron una comunicación urgentede Madrid. Su Majestad el Rey descendió de su puesto a la casa forestal con gesto y actitud depreocupación, iniciando enseguida la vuelta a Madrid en helicóptero. Una vez a bordo, se despidióde quienes estaban cerca hasta el día siguiente: «Decid a todos que me excusen, ha surgido algo...Tengo que irme y no me puedo quedar a cenar; pero mañana continuamos.» El inesperado regreso delRey a Madrid provocó extrañeza, preguntas, comentarios y cierta sospecha. A primera hora del día24, y en vista de que el Rey no volvía, los servicios de organización de la montería solicitaroninformación a la Casa de Su Majestad, ya que doscientas personas estaban pendientes de lainiciación de la segunda jornada [...]. Desde La Zarzuela se comunicó que la cacería debíasuspenderse debido a urgencias imprevistas. [12]En efecto, cuando los cazadores estaban disfrutando por las piezas abatidas, llegó el avisoinesperado y urgente del palacio de La Zarzuela. Entre sorprendido y preocupado, el Rey bajó rápidohasta el cortijo. Al teléfono, el ayudante militar Agustín Muñoz Grandes le indicó que convenía queregresara enseguida a Madrid.Durante el regreso desde Andújar afrontaron una fuerte tormenta con viento a gran velocidad quebamboleó el helicóptero. En un momento de quietud, el Rey contactó por radioteléfono con LaZarzuela y le informaron con más precisión de lo que ocurría: en una sala de palacio le esperabancuatro tenientes generales, Elícegui Prieto, Merry Gordon, Milans del Bosch y Campano López. Eranlos mandos superiores de las regiones de Zaragoza, Sevilla, Valencia y Valladolid. Quizá, tambiénun marino.El helicóptero aterrizó en La Zarzuela en torno a las siete de la tarde, muy oscura ya porque erapleno invierno. El Rey, todavía con atuendo de pana y cuero de cazador, se plantó en dos zancadasdonde aguardaban los militares. Entró preguntando muy serio: «¿Ocurre algo... algo especial?»Milans tomó la palabra y blandiendo un ejemplar de El Alcázar empezó ensartando frases deleditorial de ese día con sus propias quejas sobre «la calamitosa situación nacional» y «el bloqueoestéril del Gobierno». El retablo doliente de protesta y disconformidad con la Constitución, lasautonomías, el desguace de España, el desenfreno de las libertades, la infiltración marxista, lainseguridad en las calles, el terrorismo campeando dentro y fuera del País Vasco...Después de escuchar un rato aquella archisabida soflama, el Rey les dijo que le excusaran unmomento y salió de la sala. Desde su despacho llamó por el teléfono de línea blindada a Suárez, queen aquel momento estaba todavía con Tindemans, Rupérez y Arias-Salgado.—Adolfo, tenemos visita. Yo he interrumpido la montería de Lugar Nuevo, casi noventa invitados ymás de cien personas empleadas, y he venido a toda leche, con una tormenta que casi nos derriba elhelicóptero, porque se me han presentado aquí sin avisar los tenientes generales Elícegui, MerryGordon, Milans y Campano. Me parece que hay también un almirante. ¡Quiero que te vengasinmediatamente y oigas lo que me están diciendo a mí! Yo puedo escucharlos, pero no puedo hacernada más. Con quien tienen que hablar es contigo, por eso quiero que estés. Hasta ahora.Su tono era seco, tajante. Sin dar opción a que Suárez dijese nada, colgó el auricular con golpe deenfado.

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