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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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sueldos, economatos y armamentos obsoletos, sino algo de más hondo calado: un repudio a laConstitución puesta por obra. Los engranajes rechinaban, y Suárez tuvo que aguantar muchos pulsos ydoblarle el brazo al contrario para que prevaleciera su autoridad.Por otro lado, el vicepresidente de la Defensa, Gutiérrez Mellado, no era querido, y se lomanifestaron con desaires, insultos y desacatos en público. Le reprochaban ascensos de generalespor motivos políticos, saltándose el orden del escalafón; y cambios de destino que alejaban de lacapital a ciertos altos mandos de quienes se presumía una ideología reaccionaria, disconforme con elnuevo régimen y con veleidades golpistas. Y era así. Gutiérrez Mellado, aparte de unificar los tresministerios de Tierra, Mar y Aire en uno solo, Defensa, y los estados mayores en una sola Junta deJefes de Estado Mayor, tenía que imbuir el espíritu y la letra de la Constitución en los militares,porque precisamente a ellos se les había encomendado defenderla. De ahí que, al pensar en alguienpara proveer un puesto de mando, valorase más una mentalidad abierta a la democracia —y si poseíauna licenciatura civil y sabía idiomas, mejor— que una hoja de servicios atestada de cruces decampaña y cicatrices de guerra. No se podía vivir de nostalgias.El hecho es que la brecha del desafecto se fue agrandando cada día más. Y los jefes militares, a lahora de exponer una queja, un sentimiento de agravio o un ambiente de malestar en las unidades a susórdenes, puenteaban a Suárez, a Gutiérrez Mellado, al ministro Rodríguez Sahagún, y acudían al Rey.Militar hasta las cachas, por oficio y por tradición en los Borbones, el Rey era muy receptivo aesos desahogos. Pero como la solución no estaba a su alcance, procuraba amortiguar tales enfados —muchas veces acalorados— con dosis generosas de comprensión, palmadas en la espalda y pañoscalientes: «Invítame a unas maniobras en tu brigada» o «Voy a decir que la próxima Fiesta de lasFuerzas Armadas se celebre en tu región»... Sin embargo, esos disgustos le hacían mella y, tarde otemprano, se los espetaba a Suárez: «En la milicia, la edad es antigüedad, y la antigüedadprelación», «El escalafón es sagrado», «Lo que no se puede hacer es, por ascender a Gabeirascuando no le tocaba, ascender también de golpe a los cinco que tenía por delante, con lo cual sequeda en dique seco el que le tocaba, y los tenientes generales se nos salen por las orejas»,«Además, hace tiempo que ese puesto lo pedía erre que erre Jaime Milans», «Un teniente general,medalla militar individual, no puede sentir que lo mandáis a un rincón porque desconfiáis de él»,«Alfonso Armada... ¡Hombre!, una cosa es que salga de esta Casa y otra que me lo empaquetéis alPirineo».Aunque el Rey estaba de acuerdo con los destinos militares que ordenaba Gutiérrez Mellado, lepreocupaban las decisiones tajantes, como el reciente traslado forzoso de Luis Torres Rojas a LaCoruña, de modo fulminante, porque se habían detectado amagos conspirativos en la brigada Bruneteque él mandaba. No quería el Rey resquemores en el generalato. Un capitán general con mando enplaza, pero herido en su pundonor, es tan peligroso como un tigre con un balazo en el cuello que leexacerba más y más su instinto de ataque.En el otro universo, el de las relaciones exteriores, el problema era distinto. Aunque también leocasionaron al Rey ciertas perplejidades. Don Juan Carlos, con su listeza para simplificar las cosasmás complejas, percibía que había dos trazados de política internacional, dos líneas de diplomacia.Una, que partía directamente de La Moncloa, y era un proyecto personal de Adolfo Suárez en el queél, como Rey, quedaba al margen. Y otra que se administraba desde el Ministerio de Exteriores, en elpalacio de Santa Cruz, era la diplomacia que dirigía el ministro Marcelino Oreja, obviamenteautorizado por el presidente del Gobierno, y que se orientaba hacia dos grandes zonas de interés:

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