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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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el poder en el Gobierno y en el partido», esos mismos, le reprochaban «haber descargado en AbrilMartorell la vicepresidencia universal de cuanto entra y sale de La Moncloa». Ciertamente, FernandoAbril era su rodrigón de apoyo. O, como el propio Abril decía, «soy la carretilla donde van cayendodía tras día todas las patatas calientes que nadie quiere coger, pero alguien tiene que agarrarlas ypelearse por ellas con cara de perro».Podía entenderse que, por envidias y ambiciones, los barones de la UCD exigieran a Suárez quedesapoderase a Abril y repartiera más las parcelas de poder. Es lo que, a fin de cuentas, leplantearían, pronto, muy pronto, como un asunto «de familia» en La Casa de la Pradera, una finca porManzanares el Real.El Rey sabía. Y Suárez sabía. De 1979 a 1980, había pasado de la adhesión a la envidia, de laadmiración al aborrecimiento, de ser un héroe a ser un maldito. Podía decir, como el príncipe deViana, «me roen por todas partes».«Yo estaba convencido —decía Suárez— de que todo lo que yo percibía respecto de mí, tambiénel Rey lo estaba recibiendo. Si a mí me llegaban esos comentarios, esos reproches, podía estarseguro de que a él también le llegaban los mismos mensajes contra mí. Y con más crueldad y másdescarnados.» [105]Y el Rey, ¿qué pensaba? El Rey iba a lo suyo. Egoísmo de Estado. Salvar la Corona, preservarlasin tacha y sin lastres. Era su deber. No debía, no quería y no podía uncir su suerte a la de Suárez ni ala de nadie. Y menos, que las críticas le salpicaran a él. Desde la legalización del PCE, ya se cuidóde permanecer al margen, fuera, bien lejos. Y sus próximos, su familia, sus amigos, su staff lerecomendaban que guardara distancias, que programase los actos oficiales sin coincidir, que evitaraescenas de complicidad, de bromas, de simpatía recíproca delante de fotógrafos, que no permitiera aSuárez escudarse en él, que huyera de la identificación: ni Adolfo es el gobernante del Rey, ni el Reyes «partidario» de la UCD.«Mira por dónde —comentaba el Rey a Sabino Fernández Campo—, en ese sentido, es bueno queSuárez vuele por su cuenta, se arriesgue por su cuenta, y me consulte menos o no me consultenada.» [106]Desde la marcha de Armada, la renuncia de Don Juan casi de tapadillo, la Constitución seguida conprismáticos para que nadie sospechase injerencias y borboneos, el adiós de Torcuato y laemancipación de Suárez por las urnas en marzo de 1979, entre el pecho del Rey y su camisa se habíaido instalando día a día una capa de frío.¿Querían descabalgar al presidente? Pues sólo había dos caminos: derrotarle en las próximas urnaso sumar votos de diputados y ganar la moción de censura.¿Moción de censura o pica de castigo?Estaban con el «síndrome de estreno». Como decía el propio Rey, «empiezo un reinado nuevo, sintelarañas... pero también sin manual de instrucciones, ¡a lo que salga!». Se estrenaba todo: lademocracia, la Constitución, la configuración de la autoridad del Rey, la funcionalidad de unaMonarquía muy tasada en la que el propio Rey tenía que regirse por su olfato, ya que no habíaexperiencia ni ley de la Corona, ni él quería que le encorsetasen con demasiadas cortapisas.Se estrenaba el Estado de las autonomías con sus enrevesados procesos. Se estrenaba elparlamentarismo con la mecánica de las réplicas y contrarréplicas en los debates. Se estrenaba elcontrol del Gobierno por la oposición, un control que algunos interpretaban como la garrocha del

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