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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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socialdemócratas, liberales, vascos, catalanes, gallegos, andaluces... «bajo el principio de libertad ycon garantía judicial». Todo eran facilidades en la ventanilla. Pero si el Ministerio de Gobernaciónpresumía ilicitud penal en la asociación que pretendía registrarse, debía remitir ese expediente a laSala de lo Contencioso del Tribunal Supremo.Los estatutos presentados por el PCE no decían ni remotamente que sus fines fuesen instaurar ladictadura del proletariado o la revolución marxista, ni que obedeciera directrices del PCUS, otuviese algún tipo de afinidad o dependencia con los objetivos de la Internacional soviética, lo cualsería un ilícito penal. Por el contrario, declaraban como «fines esenciales del PCE, la contribucióndemocrática a la determinación de la política española, con objeto de conseguir la plenademocratización del sistema político»; aducían «su plena independencia nacional en la búsqueda deuna vía a la democracia socialista que tenga en cuenta las peculiaridades del país», y se marcabancomo objetivos «la reconciliación nacional que asiente las bases de una convivencia pacífica entrelos españoles y el establecimiento de una democracia auténticamente representativa». Sin embargo,se analizaron con mil ojos. El riguroso jurista y subsecretario de Orden Público, Félix HernándezGil, redactó un informe escrupulosamente desconfiado, pues vino a decir «esto es lo que afirmanahora, pero antes no eran así», y se retrotrajo a los antecedentes históricos punibles del PCE en lostiempos de su clandestinidad, que ya habían sido juzgados y condenados por las severas leyesfranquistas. No cabía calificar de ilícita una asociación por su historia, ni por su doctrina, ni por lasconductas delictivas de sus militantes durante la guerra civil, que ya habían prescrito. Además, lassucesivas amnistías habían dejado al partido y a sus miembros como recién salidos de un baño dedetergente.Con todo, los estatutos del PCE, acompañados de ese informe —que parecía una recomendación al«túmbenlo, señorías»— fueron remitidos al Supremo. Políticamente, era la astuta jugada con que elGobierno pasaba la patata caliente a los señores togados: que resuelvan ellos.Transcurrían los días y el informe sesteaba en el Supremo. Había tres elementos que hacíaninoportuna tanta dilación. Uno: además del PCE, aguardaban el visto bueno otras formaciones deizquierdas, del tipo Movimiento Comunista, Partido del Trabajo, Juventudes Maoístas, JovenGuardia Roja, Liga Comunista Revolucionaria... Dos: la fecha de convocatoria electoral estabapróxima y esas organizaciones, en principio, tenían derecho a participar y a prepararse. Y tres: alGobierno le convenía que el PCE entrara en el juego político y no se quedase «fuera de la muralla».Tan interesante era que el PSOE moderase al PCE como que el PCE restase votos al PSOE.El Supremo podía decir «no hay ilícito, regístrese» o «sí lo hay, rechácese». Aunque también cabíaque el Supremo esquivara el bulto diciendo «no es mi competencia decidir si la inscripción de talpartido es o no es legal». El Gobierno había considerado las tres posibles respuestas. Y tenía susfórmulas para cada supuesto.Pero se dramatizó la cuestión porque el 24 de marzo, dos días antes de reunirse la Sala Cuarta paraestudiar esos expedientes, falleció el presidente de esa sala, José María Sánchez Cordero. La salasin presidente no podía fallar, y además respecto al «caso PCE» había un empate de cinco a cincomagistrados. Landelino Lavilla, llamó a Valentín Silva Melero, presidente del Supremo, y le dijo:—Valentín, preside tú, o proponme un candidato y yo le nombro.—No, deja, deja, yo no. Nombra tú a quien estimes idóneo, como ministro de Justicia tecorresponde hacerlo.El mismo día del entierro de Sánchez Cordero, Lavilla nombró presidente de la Sala Cuarta a JuanBecerril, hombre liberal y monárquico de tradición, que ya presidía la Sala Sexta y se iba a jubilarpronto. Por tanto, no se trataba de promocionar a un amigo. El decreto salió el sábado 26 en el BOE.

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