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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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unas bases de fuerte convicción republicana.Esa incertidumbre fue bastante incómoda para el Rey y para Suárez porque se mantuvo hasta muytarde. Hasta el discurso de Luis Gómez Llorente en la «sala verde» donde se reunía la comisiónconstitucional. Fue entonces, 11 de mayo de 1978, cuando expuso «el voto republicano del PSOE»:las razones para oponerse a la Monarquía en su esencia, como sistema fundado en un privilegiohereditario de cuna, sin elección de los ciudadanos, y rechazando que el niño nacido príncipe, por elhecho biológico de ser hijo del Rey, tuviera como herencia el derecho a ocupar en su día la jefaturadel Estado.El PSOE quería que en las actas de la historia constase que no había arriado su bandera ni mudadosus principios, sino que había sufrido una derrota en buena lid parlamentaria. [27]«Aquel voto particular socialista —explicaba tiempo después Gregorio Peces-Barba, convertidoya en asesor de confianza del Rey— propició una votación sobre la Monarquía, que luego segeneralizó en las sucesivas votaciones en el Congreso y en el Senado y en el referéndumconstitucional. Y sirvió para potenciar su legitimidad racional en un texto que además reconocía sulegitimidad histórica.»Y Carrillo apostillaría: «Los diputados del PSOE de entonces eran como una asamblea deprofesores progres. Atrapados en su izquierdismo declarativo, habían presentado un voto testimonialrepublicano y no sabían cómo retirarlo. Nosotros, dando el paso de aceptar la Monarquíaconstitucional parlamentaria, se lo facilitamos; si no, los socialistas no se habrían atrevido atransigir. Y quién sabe si, por empeñarnos en buscar la República, hubiéramos podido perder lademocracia. Porque el Ejército habría intervenido en defensa de la Monarquía.» [28]Socialistas y comunistas, conscientes de que existía un poder fáctico militar, siquiera en estadolatente, pero alerta y armado, concluyeron que al Ejército sólo podría tenerlo a raya un Rey militarque apostase por la democracia, como había hecho Juan Carlos. Y lo aceptaron «a condición de quese porte como un demócrata». Como un demócrata cuyo uniforme y rango de capitán general le dabala apariencia de tener las Fuerzas Armadas bajo su mando. Pero eso no era cierto. El artículo 62, ensu apartado h, es una carcasa simbólica, supremamente honorífica, pero vacía. El Rey puede ser elescuchador, paño de lágrimas, pararrayos, psiquiatra y taza de tila de los inquietos y a vecesindignados generales, pero no puede dar órdenes ni en el regimiento de la Guardia Real.Al Rey le desconcertaba justamente esa paradoja de figurar sobre el papel como jefe supremo delas Fuerzas Armadas, pero sin poder dar órdenes porque quien las da es el presidente del Gobiernoo, por delegación suya, el ministro de Defensa. Y tener, también sobre el papel, la facultad dedeclarar la guerra o la paz, artículo 63.3, sin ser él sino el Parlamento quien lo decida y autorice.Porque en la Constitución queda meridianamente claro que es al Gobierno al que corresponde«dirigir la política interior y exterior, la Administración civil y militar, y la defensa nacional». Comono queda bruma alguna respecto a la subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil, y alcarácter meramente simbólico del mando del Rey sobre los ejércitos.Ése era el precio de ser monarca parlamentario y constitucional: tener autoridad, pero sin poderes.Reinar, pero sin gobernar. Estar muy arriba, pero como un símbolo. Ser árbitro y moderador detodos, pero sin pertenecer a nadie. Facultades ambiguas, desdibujadas, no definidas, que iríanadquiriendo su perfil y su relieve con el ejercicio. Lo suyo consistiría, más que en un hacer, en unestar. Y ese «no hacer», hacerlo muy bien.La Constitución se votó separadamente en ambas Cámaras.

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