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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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Adolfo miró su reloj de muñeca. Los ministros esperaban ya en la sala de consejos. Recogió unascarpetillas de la mesa y se dispuso a salir. Al llegar donde estaba Agustín se detuvo. Le dolíahaberle hablado así. Había descargado sobre el ministro amigo su ira contra el Rey, contra la arguciafinal del monarca, cuando le llamó al aeropuerto el día anterior para decirle que no se preocuparapor Alfonso Armada.Le puso una mano en el hombro. Pero sólo pudo decirle:—Agustín, ¡ojalá me equivoque de punta a punta y tenga que pedirte perdón algún día por todo estoque te he recriminado! ¡Ojalá! [6]Fue un Consejo de trámite, tedioso y largo. Duró cuatro horas. Suárez no se levantó de la mesa. Noera lo más frecuente en él. Solía aprovechar que estaban allí todos los ministros para sacar a uno o aotro, y tratar algo a solas con él. Ese viernes, al terminar la reunión, le indicó en un aparte a JuanJosé Rosón que estuviese localizable durante el fin de semana. Lo mismo le dijo a Rafael Arias-Salgado. [7]Aquel viernes 23 de enero no iba a ser un día tranquilo. Iban a suceder cosas insólitas.Adolfo veía ante sí demasiados flancos abiertos a la vez. Landelino Lavilla, que le había alanceadodesde Diario 16 reprochándole «no un ejercicio arbitrario o abusivo de sus poderes, sino alcontrario, el escaso ejercicio de los mismos», vacilaba ante la invitación de sus seguidores aencabezar en el II Congreso de la UCD una lista enfrentada a Adolfo, pero tampoco quería unacandidatura de integración.Entre bambalinas, algunos barones se agrupaban, hacían apuestas, intentaban calcular lasadhesiones de cada competidor, o descaradamente se autopostulaban, como Leopoldo Calvo-Sotelo.Por su parte, Adolfo Suárez había dicho en público que no abanderaría ninguna facción, por muyganadora que se ofreciera. O el partido era un ente unitario o no era un partido, sino una ensaladarusa. O peor, una orquesta en la que todos querían ser director y ninguno músico.En el Gobierno y en el Parlamento, batalla campal entre socioliberales y democristianos por lasleyes del divorcio y de la autonomía universitaria.Junto a eso, otro capítulo de envergadura: con la llegada de Ronald Reagan a la presidencia,Estados Unidos empezaba a endurecer su actitud, hasta entonces contemporizadora, con España. NiGerald Ford ni Jimmy Carter habían apretado demasiado las tuercas, urgiendo una decisión sobre elacceso a la OTAN, o pidiendo al Gobierno que justificara el uso de los multimillonarios créditosdestinados al uso industrial, y no militar, del uranio producido en España. Ahora en cambio, el nuevosecretario de Estado, el general Alexander Haig, apremiaba en todo ello. «Ya pasó el tiempo dedeshojar la margarita», decía. Y señalaba varios capítulos pendientes: la renovación del tratadobilateral, que estaba a punto de expirar; la firma del Tratado de No Proliferación Nuclear; la entregade salvaguardas de nuestras centrales e instalaciones nucleares; y algún gesto evidente de apertura derelaciones diplomáticas con Israel. La instantánea del abrazo de Suárez con Arafat se les habíaquedado pegada a las retinas, y el lobby judío seguía amenazando con sus boicots económicos...En octubre y noviembre de 1980, estrenándose como ministro de Exteriores, José Pedro Pérez-Llorca abordó el tema de más envergadura, nuestro ingreso en la OTAN. Sabía que Suárez eracontrario, pero quiso hacerle cambiar de opinión con argumentos «de conveniencia»:Hablé con Adolfo Suárez y, por separado, con Agustín Rodríguez Sahagún y con Leopoldo Calvo-Sotelo —recordaría nítidamente Pérez-Llorca—. Les argumenté que nos interesaba ingresar en laOTAN, y además rápidamente, para consolidar nuestra democracia hacia dentro y hacia fuera, y parapisar firme cuando negociásemos la entrada en la Comunidad Europea. También les hablé de reforzarlas relaciones con Estados Unidos con un tratado bilateral no hecho fuera de la OTAN, como el que

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