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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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pateó ciudades y pueblos, toda la geografía catalana, mitineando en las elecciones autonómicas; viajóa Jordania, a Iraq, a Egipto, a Arabia, a Alemania, a Francia, fue tres veces a Estados Unidos, visitóvarios países de Iberoamérica... Y cuando al fin podía recluirse en La Moncloa, trabajaba de sol asol... sin ver el sol. Además, el estilo de Adolfo no era de ermitaño, sino de trabajar en equipo:«hacer hacer». En menos de un año, había enviado un tropel de leyes orgánicas al Parlamento paraconfigurar de nueva planta las instituciones básicas del Estado, desde el Tribunal Constitucionalhasta los cuerpos de seguridad, la organización militar, el poder judicial, el sistema penitenciario, laAdministración pública... logrando que se aprobasen en el Congreso por indiscutible mayoría, detrescientos sobre trescientos cincuenta diputados. El Estatuto vasco se lo negoció a pulso conGaraikoetxea echándole horas.Había acometido sin pausa toda la estructuración autonómica, repartiendo competencias sin vaciarel Estado. «Estamos construyendo de planta el Estado democrático y el Estado autonómico, y todo ala vez —decía—. No sé si es de titanes o si es de locos.» Un tiberio tremendo, porque de ser tres lasnacionalidades con derechos históricos —Cataluña, País Vasco y Galicia, que recuperaban losEstatutos de autonomía que tuvieron en la Segunda República—, de pronto pasaban a ser diecisiete.Algunas, como Madrid, Logroño, Murcia, Melilla y Ceuta, inventos del último cuarto de hora, sintradición, sin himno y sin bandera. Y hasta se daba el caso de Segovia, empeñada en separarse deCastilla. La desdichada frase del profesor andaluz Clavero Arévalo «café para todos», al pasar porel alambique mental de Manuel Fraga, se había convertido en otra aún más perniciosa: «Café parauno o dos; y a los demás, recuelos.»Por otra parte, el maestro Fuentes Quintana había escrito la partitura de los Pactos de La Moncloa,pero a la hora de dirigir la orquesta se retiró por el foro. Con lo que la tarea de acoplar a losempresarios y a los sindicatos y acordar un marco interconfederal... le tocó a Abril Martorell, que yatenía la coordinación de todos los ministerios económicos, más poner orden en el reino de taifas dela UCD...El Rey sabía, claro que sabía, que funcionaban en tique, como los americanos, aunque pusiera carade asombro ante ciertas visitas quejumbrosas, o cuando los banqueros iban a tomar el té y a rezongar«Suárez de nosotros sólo se acuerda a la hora de pedirnos un crédito para las elecciones», «yo dejéde llamarle, porque siempre me pasaban con Abril o con García Añoveros o con Bustelo...».Sabía, claro que sabía, que en las «vacaciones» de Semana Santa, Suárez y Abril se embarcaron enel yate Orión, se hicieron a la mar, se encerraron en el camarote comedor y allí estuvieron dale quete pego, álgebra para meterle un buen calambrazo al Gobierno, siete ministros que entraban, seis quesalían, tres que cambiaban de cartera... y todo sin generar demasiadas pugnas internas. Aunque lasiban a tener, porque a los peleones los habían dejado fuera: Paco Ordóñez, Pío Cabanillas, RodolfoMartín Villa, Miguel Herrero de Miñón, Óscar Alzaga, Joaquín Garrigues Walker..., cada uno, unbanderín de rebelión. De ahí que Suárez necesitara el contrafuerte de Fernando Abril.A esas alturas del año 1980, el Rey sabía, claro que sabía, que las críticas a Adolfo Suárez nopagaban peaje y eran el leitmotiv de casi todas las conversaciones de cinco tenedores. Y muchas,casi todas, rebotaban más pronto que tarde en su despacho. No le acusaban de nada en concreto,sino... de todo en general: esa expresión paraguas del «estado de cosas». Una atmósfera gaseosa peroespesa como el smog que abarcaba «el paro, el terrorismo, el desencanto, las autonomías, la crisis yla pornografía», la retahíla cenicienta del general Milans del Bosch. Un runrún que estaba en la calle,en los periódicos, en las cafeterías de los ministerios, en el club de golf. De sus presencias públicasse decía «le está robando protagonismo al Rey». De sus ausencias parlamentarias, «tiene pánicoescénico» o «desprecia el Congreso». Los que le tildaban de «presidencialista» y de «acaparar todo

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