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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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evitar la salida de José Joaquín Puig de la Bellacasa, porque me tranquilizaba que estuviera allí,cerca de mi hijo.»Volvió Don Juan al tema monárquico: «En marzo estuve en Madrid y le aconsejé a mi hijo quesustituyera cuanto antes a Arias Navarro. Noté que quería y no podía. ¿Ves? Lo que te he dicho de lainfluencia de Armada... Ah, también le hablé de arreglar los trámites de mi renuncia. Pero, deacuerdo con él, hemos decidido retrasarlo.» [172]Con agudeza decía Santiago Carrillo que Don Juan ni gobernaba ni reinaba, pero era «el cero a laizquierda más importante de España».Apoyada masivamente por el pueblo la Ley para la Reforma y aprobada con holgura por las Cortesfranquistas, legalizados todos los partidos, desguazadas sin derrumbamiento las leyes y lasestructuras oficiales del régimen de Franco, concedidas tres importantes amnistías y convocadas laselecciones democráticas para configurar unas Cortes generales que confeccionasen una nuevaConstitución, Don Juan estimó llegado el momento de dejar de ser «baza en reserva» y legitimar deiure la corona que su hijo venía ciñendo de facto. No se trataba de abdicar, pues no reinaba, sino derenunciar a sus derechos y cederlos a su hijo. Lo que Alfonso XIII hizo con él, en su habitación delGran Hotel de Roma, meses antes de morir. La herencia dinástica, de padres a hijos, según latradición. Un acto sencillo, pero lleno de sentido.Don Juan hubiese deseado una ceremonia egregia, solemne y pública. Sus consejeros añadían laexigencia de la monumentalidad. Se encargaron maquetas: en el salón del Trono del Palacio Real;ante las nuevas Cortes; a bordo del portaaviones Dédalo, vistiendo Don Juan el uniforme dealmirante honorario de la Armada; en El Escorial y ante el féretro con los restos de Alfonso XIIIrepatriados desde Roma... Una tras otra, fueron desechadas por Torcuato Fernández-Miranda, porAdolfo Suárez y por el propio Juan Carlos. Ninguno de los tres quería dar tanta trompetería al hechode la «legitimidad pendiente», que podría poner en revisión todo lo actuado y sancionado hasta elpresente bajo la firma de «Juan Carlos, rey». Tampoco había en España un sentimiento cordial haciala Monarquía. Y el puñado de monárquicos de rancia devoción, los juanistas, los que durante elfranquismo costearon la corte pobretona de Estoril, no eran partidarios de esa renuncia.Torcuato proponía que simplemente «renunciara a sus derechos con una carta enviada desdeEstoril». [173] Bastaría un «documento redactado ante notario, que incluso podía ser leído en suausencia, inscrito en el Registro Civil de la Familia Real, y publicado después».No le gustaba a Torcuato que hubiera un acto oficial de la renuncia de Don Juan, por restringidoque fuese. Era como decirle que toda su tarea de instauración monárquica, «yendo de la ley a la ley»,había bordeado con pericia las leyes franquistas, pero ignorando las ancestrales leyes de laMonarquía. Por tanto, una orfebrería jurídica espuria. Suárez estaba en las mismas. Entre los dosimpidieron la solemnidad que Don Juan pretendía, y la ceremonia de cesión se redujo a un acto deformato familiar, íntimo, de sala de estar, en La Zarzuela, sin más presencia oficial que laimprescindible: Landelino Lavilla, ministro de Justicia, en su calidad fehaciente de notario mayor delReino.Don Juan, que pasaba largas temporadas en La Moraleja, huésped de Luis de Ussía, conde de losGaitanes, le dijo unos días antes:—Como veo que quieren hacerlo todo tan casero y tan de tapadillo, voy a ponerle yo algo desimbolismo. Me voy con María a Estoril, cogemos un avión y «regresamos del exilio a la patria».Así al menos vendrán los Reyes a recibirnos a Barajas... Porque estaría bueno que para renunciar

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