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LA-GRAN-DESMEMORIA-PILAR-URBANO

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acepten la alternativa democrática del Gobierno de Suárez»; «Ser Rey de todos, quiere decir “detodos”, sin restricciones ni medias tintas». [115] En contra, y con más frecuencia, las de AlfonsoArmada: «A Suárez hay que echarle a patadas, porque quiere meternos en casa el comunismo.»Carmen Díez de Rivera, que en cuanto tenía ocasión le insistía al Rey en que había que legalizar elPCE, notaba sus dudas y cautelas: «Enseguida me nombraba el Ejército. Y yo le recordaba lo quehabía aprendido de mi padre legal, Díez de Rivera: “Con los militares lo que hay que hacer esmandarles.” Pero el Rey tenía mucho miedo al Ejército. Seguía decantándose por la democracia,aunque con ese miedo al Ejército. A mí el Ejército no me parecía una cosa tan tremenda; sin embargoellos habían sido educados en el terror al comunismo.» Esta percepción, Carmen la comentabadesenfadadamente con Suárez en sus conversaciones de despacho. [116]Antes que con Osorio y con el Rey, y por mera coincidencia escénica, Suárez habló con TorcuatoFernández-Miranda de su encuentro con Santiago Carrillo. Fue al día siguiente, el lunes 28 por lamañana en el monasterio de El Escorial. Estaban los dos junto al patio de los Profetas, aguardando lallegada de los Reyes para el funeral por Alfonso XIII. Ceremonia de gala. Frac con banda ycondecoraciones. Las cámaras captaron de lejos las imágenes sin voz de aquella conversación.Suárez explicaba a Torcuato algo importante. Gestos enérgicos con la mano derecha, afirmando susargumentos. Torcuato, con gabán y bufanda blanca, fumaba sin mirarle, impávido, como si no leoyera o le disgustara lo que oía. Suárez enfatizaba empeñado en convencer. La actitud de Torcuatoera altiva, desdeñosa. La cámara no los soltó en una larga toma, y al presidente del Congreso no se levio articular ni una palabra. ¿Qué ocurría?Torcuato supo con antelación que Adolfo quería tener un encuentro a solas con Carrillo. Le dijoque eso era «un disparate, una arriesgadísima temeridad, porque llegaría a saberse y lo echaría todoa perder», que podría «acarrear consecuencias quizá irremediables para el Gobierno, para lareforma y para la Corona». Incluso se ofreció a ir él a esa entrevista, en algún lugar discreto delextranjero. [117]Desde hacía tres meses, entre Fernández-Miranda y Suárez había empezado a instalarse ladistancia, el frío, la falta de consultas... las aventuras en solitario del hombre «que no tiene unproyecto y hará lo que yo le diga». O eso sentía Torcuato desde que se aprobó con resultadoarrasante la Ley para la Reforma. Le hubiese gustado hablar con los líderes de la oposición, un manoa mano de lucimiento intelectual con Gil-Robles, con Tierno, con Ruiz-Giménez, o participar en lacomisión negociadora de los Nueve. Pero Adolfo no contó con él.Sin embargo, en la mente de Suárez estaba muy vivo y perentorio el rol arbitral que el presidentede las Cortes tendría que jugar ante la batería de medidas fuertes que el Gobierno iba a adoptar pordecreto ley, y cuya ágora de debate sería la comisión de competencia legislativa, el gran «invento»de Torcuato para soslayar las sesiones plenarias, sin vulnerar la ley y reformando sólo el reglamentode las Cortes. Artesanía legislativa que afectaría una tras otra a las siete Leyes Fundamentales. [118]Utilizando el decreto ley, una herramienta expeditiva típica de dictaduras, el Gobierno iba a allanarel camino hacia la democracia, desmontando las piezas más duras y empotradas en el edificio delviejo régimen. Podía parecer una paradoja: a la democracia, por decreto ley o por disposicióngubernativa. Pero con un importante protocolo previo: cada uno de esos pasos fue consensuado conla plural oposición, cuajada como comisión de los Nueve, y con los sindicatos aún ilegales.Era un juego difícil porque requería atenciones simultáneas: escuchar las demandas de la oposicióndemocrática, pero sin soliviantar a los procuradores franquistas, que aún seguían en sus escaños;arrebatarle una a una las banderas a la izquierda; y gobernar sin parar los motores. Suárez lo expresó

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