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21.Aprenda optimismo Haga de la vida una experiencia gratificante

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jefe frunció el entrecejo, debe de estar pensando en despedirme.

Durante esos ataques diarios de pesimismo podemos advertir su papel

constructivo en nuestras vidas. El pesimismo, en esas formas leves, cumple con la

misión de frenarnos un poco para que no corramos el riesgo de exagerar nuestro

optimismo, nos obliga a que lo pensemos dos veces, que no tomemos decisiones

apresuradas ni hagamos actos irreflexivos, que no seamos temerarios. En los

momentos optimistas de nuestra vida nacen los grandes proyectos, los sueños y las

esperanzas. La realidad se distorsiona para hacerla más risueña a fin de que allí

puedan florecer nuestros sueños. Sin esos lapsos de optimismo nunca superaríamos

la menor dificultad y todo nos intimidaría. Así el Everest seguiría sin escalar, nadie

podría haber corrido la milla en menos de cuatro minutos; el avión de

retropropulsión y el ordenador seguirían siendo hermosos proyectos esperando en

algún cajón.

El genio de la evolución se halla en la tensión dinámica entre optimismo y

pesimismo, en la interacción entre uno y otro. Mientras ascendemos y descendemos

en ese ciclo de todos los días, esa tensión nos permite a un tiempo aventurarnos y

atrincherarnos sin peligro, porque, mientras nos dirigimos hacia uno de los extremos,

la misma tensión nos está conteniendo. En cierto modo, es la fluctuación perpetua lo

que ha permitido al ser humano realizar tantas cosas.

La evolución, no obstante, también nos ha dado el cerebro de nuestros antepasados

del Pleistoceno. Con sus circunvoluciones nos han llegado la prevenciones del

pesimismo: el éxito es efímero; el peligro está esperándonos a la vuelta de la

esquina; nos aguarda la tragedia; el optimismo es temerario. Pero aquel cerebro que

con tanta precisión reflejó las tristes realidades de la era glacial ahora se encuentra

rezagado ante las menos abrumadoras e insuperables realidades de la vida moderna.

La agricultura, y el salto que se ha dado en la tecnología industrial, ponen al hombre

de los países desarrollados mucho menos a merced de eventuales inviernos crudos,

por ejemplo. Ya no mueren dos de cada tres recién nacido antes de llegar a los cinco

años. Ya ha dejado de ser razonable que una mujer considere el parto algo peligroso,

que pueda perder la vida. Ya no se registran hambrunas a continuación de sequías

prolongadas o inviernos demasiado largos. Desde luego que la vida moderna cuenta

con sus propias tragedias y amenazas, por cierto que abundantes: más crímenes y

delitos, el sida, los divorcios, la amenaza nuclear, los ataques al ecosistema. Pero ni

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