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21.Aprenda optimismo Haga de la vida una experiencia gratificante

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respectivas pautas explicativas. Lo más notable fue que así encontré una suerte de

«impresión digital» que se mantiene constante, tanto en los discursos revisados y

corregidos como en las observaciones dichas en una conferencia de prensa. Las

puntuaciones de permanencia y amplitud son idénticas en todos los discursos, hayan

sido revisados o no, y cada uno de aquellos dirigentes que estudié —sin saber de

quién se trataba en cada caso— tenía un perfil distinto. (Tengo la impresión de que

esa técnica podría emplearse para determinar si un mensaje escrito realmente ha sido

redactado por la persona a la que se le atribuye —por ejemplo un rehén, un

secuestrado, o un miembro de la banda terrorista.) La puntuación de personalización

desaparecía como constante desde los discursos formales hasta las conferencias de

prensa: dicho en otra forma, las explicaciones personales, tales como echarse la

culpa de algo, desaparecen de los discursos formales, aunque son algo más

frecuentes en las observaciones casuales.

Mi conclusión es que, hayan sido escritos por otros o no, los discursos por lo

general reflejan la personalidad subyacente en el orador. Sea que él mismo haya

reescrito el discurso para llevarlo a su nivel de optimismo, o porque elija a quienes

los redactan para que se asemejen a él en un rasgo tan importante como es el

pesimismo. Sin embargo, ha habido por lo menos una excepción: Michael Dukakis.

1900-1944

Decidimos investigar si nuestro pronóstico de nueve de los diez candidatos

presidenciales de las elecciones de posguerra fue pura casualidad o si, tal vez, el

votar por los optimistas no es más que un fenómeno propio de la era de la televisión.

Así, leímos todos los discursos de aceptación de la candidatura presidencial desde

los que pronunciaron, en 1900, McKinley y Bryan. Los sometimos a análisis ciegos,

sin indicar quiénes eran, en busca de la pauta explicativa. De esa forma sumábamos

otras doce elecciones a nuestra lista.

Ocurrió lo mismo. En nueve de las doce elecciones, el candidato con más bajo

pesrum fue el que ganó. El margen de victoria nuevamente se relacionó grandemente

con la medida en que la puntuación pesrum del triunfador fue mayor. Las tres

excepciones —como la «excepción» Nixon-Humphrey— fueron interesantes.

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