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21.Aprenda optimismo Haga de la vida una experiencia gratificante

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La escuela

Un frío y ventoso día de abril de 1970, cuando todavía era un profesor

principiante en la universidad de Pensilvania, me encontraba en una larga fila, a la

espera de dar mi nombre en la recepción del Haddon Hall, otrora un gran hotel,

ahora bastante venido a menos, que aguardaba el momento de que Atlantic City se

convirtiera en Las Vegas de la costa oriental. Se trataba de una convención anual

más de la Asociación de Psicología del Este. Tenía delante de mí, en aquella fila, a

una mujer a la que no pude reconocer hasta que se volvió y pude verle la cara. El

asombro me dejó mudo. Habíamos sido amigos durante toda nuestra infancia.

«¡Joan Stern! —exclamé—. Eres tú, ¿verdad?»

«Marty Seligman! ¿Qué andas haciendo por aquí?»

«Soy psicólogo», le expliqué.

«¡Y yo también!»

Nos reíamos a carcajadas. Desde luego, ¿qué otra cosa podíamos ser, estando en

la cola de la recepción de ese hotel en especial, sede de una convención, y en ese fin

de semana en particular? Joan se había doctorado en psicología en la New School

for Social Research y yo en Pensilvania, y los dos éramos profesores.

Fuimos compañeros durante la primaria («¿Te acuerdas de la señorita

Manville?») y nos criamos en el mismo barrio («¿Todavía estará Sittig allí?»).

Cuando fui a la Academia Albany, ella fue a Saint Agnes, su equivalente para las

niñas. Nuestras vidas fueron mucho más agradables cuando salimos de aquellos

centros. Descubrimos que el mundo contenía más personas, gente que no se parecía a

nosotros, que el aspecto de Debbie Reynolds y la música de Elvis Presley no eran

del gusto de todos, ni era universal el desdén por las cosas del espíritu. Ahora Joan

estaba casada, se llamaba Joan Girgus.

Le pregunté en qué investigaciones andaba.

«Chicos, qué perciben y piensan, y cómo van cambiando esas cosas a medida que

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