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21.Aprenda optimismo Haga de la vida una experiencia gratificante

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Oxford, por un momento sentí como si no hubieran servido de nada tantos años de

trabajo. En aquel momento no podía saber que el desafío de Teasdale tendría como

resultado lo que más ansiaba yo: usar nuestros descubrimientos para ayudar a seres

humanos necesitados.

Sí, en su refutación Teasdale había dado por sentado que dos de cada tres

personas aprendían a sentirse desvalidas. Pero, lo subrayó, una de cada tres resistía:

por duras que fuesen las circunstancias a que se vieran sometidas, por muy

inclinados al sentimiento de impotencia que pudieran sentirse, no se rendían.

Aquello constituía un enigma, y hasta que no se resolviera mi teoría no podría

tomarse en serio.

Después de la conferencia, cuando salía del salón en compañía de Teasdale, le

pregunté si estaría dispuesto a trabajar conmigo para elaborar una teoría adecuada.

Aceptó y desde entonces empezamos a reunirnos con regularidad. Yo viajaría desde

Londres y haríamos grandes caminatas por aquellos prados tan bien cuidados, entre

alamedas de tres filas de árboles llamados The Backs, para discutir con tranquilidad

sus objeciones. Le pedí que me expusiera la solución a sus impugnaciones, acerca de

quién es vulnerable y quién no lo es, con respecto al desamparo. Así supe que, en

opinión de Teasdale, la solución se reducía a lo siguiente: de qué manera las

personas se explican a sí mismas los contratiempos que pueden padecer. Según él

entendía, los que se formulan determinado tipo de explicación se convierten en presa

del sentimiento de impotencia. Enseñarles a modificar sus explicaciones podría ser

una manera de tratar su depresión.

Durante aquel tiempo pasado en Inglaterra, más o menos cada dos meses hice

escapadas de una semana a Estados Unidos. En el primero de aquellos viajes volví a

la Universidad de Pensilvania para encontrarme con que mi teoría había sido objeto

de críticas casi idénticas a la de Teasdale. Las habían formulado dos intrépidas

estudiantes que formaban parte de mi grupo investigador, Lyn Abramson y Judy

Garber.

Las dos acababan de caer atrapadas en algo muy de moda entonces: el entusiasmo

por el trabajo de un hombre llamado Bernard Weiner. Este Weiner era entonces, a

finales de los años 60, un joven psicólogo social de la Universidad de California, en

Los Ángeles. Y había comenzado a preguntarse por qué algunas personas alcanzan

grandes logros y otras no. Llegó a la conclusión de que lo realmente importante era

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