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21.Aprenda optimismo Haga de la vida una experiencia gratificante

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así se lo habían enseñado, a sentirse desamparados. Por eso se rendían. Los sonidos

nada tenían que ver. Mientras se realizaba el condicionamiento pavloviano, sentían

que los electroshocks iban y venían, sin importar que ellos lucharan, saltaran,

ladraran o hicieran cualquier otra cosa. Así habían llegado a la conclusión, habían

«aprendido», que nada que pudieran hacer tenía importancia. Así que, ¿para qué

hacer algo?

Lo que aquello implicaba me dejó atónito. Si los perros podían aprender algo tan

complejo como es la inutilidad de sus actos, allí tenía que haber una analogía con el

sentimiento de impotencia humano, analogía que era susceptible de estudiarse en un

laboratorio. Ese sentimiento estaba por todas partes: desde el mendigo que deambula

por la ciudad hasta el recién nacido y el paciente desalentado. Eso le había destruido

la vida a mi padre. Pero no había estudios científicos acerca del sentimiento de

impotencia. Mis procesos mentales echaron a correr a toda velocidad: ¿era aquél un

experimento que permitiría comprender de dónde viene el abatimiento, cómo

curarlo, cómo prevenirlo, con qué fármacos, y la posibilidad de identificar a los

seres particularmente vulnerables?

Aunque ya sabía de qué se trataba eso de la impotencia aprendida, aquélla era la

primera vez que lo veía en un laboratorio. Lo habían visto otros antes que yo, pero lo

consideraron una molestia surgida en el experimento, no un fenómeno que valía la

pena estudiar. De alguna manera mi vida y mi experiencia —quizás el impacto

causado por la parálisis de mi padre— me habían preparado para que lo viera tal

como era. Pasaría los siguientes diez años de mi vida demostrándole a la comunidad

científica que la razón de que aquellos perros se vieran afectados era el sentimiento

de impotencia, y que dicho sentimiento se podía aprender… y, por lo tanto,

desaprender.

Sin embargo, eufórico como me encontraba ante las posibilidades que abría aquel

descubrimiento, había algo que me desalentaba. Los graduados que trabajaban en

aquel laboratorio daban descargas —en alguna medida dolorosas— a animalitos

completamente inocentes. ¿Podría trabajar yo en ese laboratorio? Lo dudaba.

Siempre he sido amigo de los animales, en especial de los perros, de modo que la

perspectiva de causarles dolor —por pequeño que fuera— era algo que no me

gustaba nada. Me tomé un fin de semana libre y lo aproveché para ir a compartir mis

dudas con uno de mis profesores de filosofía. Lo consideraba muy acertado en sus

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